Prefiero las corrientes



Dedicado a Pedro Ignacio Tofiño, sufridor de trolls y otros entes
Nadie podrá convencerme de que existe la justicia poética. Lo sería si pudiera escribir un poema y metérselo por el culo al Troll. En llamas. Cuando empecé a trabajar en esa oficina, me pareció el lugar ideal. «Ojalá pudiera jubilarme en este sitio», fue uno de mis felices pensamientos cuando cobré mi primera nómina. Fueron dos años de formación y trabajo duro, pero también de compañerismo y satisfacción por la labor bien hecha. Ni se me pasaba por la cabeza reflexionar sobre el destino de aquellos memorandos redactados al filo de la hora de salida o del objeto de las reuniones de equipo, en las que a la responsable del departamento se le llenaba la boca de cifras y gráficos frente a una presentación de Powerpoint y que no calaba en nuestras mentes más allá del cafelito de después de comer en el bar de la esquina y las partidas de mus cuando hacíamos jornada intensiva.

Setecientos treinta y siete días después de la firma de mi contrato laboral, llegó el Troll. Confieso que fui el autor del mote, el primero que había colocado en mi vida, pero no llevaba ni dos horas sentado en la mesa de enfrente y la imagen de aquellos seres que perseguían a David el gnomo en los dibujos animados acudió a mi mente como si tuviera la tele delante. No tengo nada en contra de la obesidad. Yo mismo tengo una pancita sedentaria que no me incomoda demasiado, salvo por los agujeros del cinturón. Sin embargo, en el caso del Troll, era simplemente el marco que perfeccionaba el cuadro. El bigotito recortado bajo la nariz, el pelo engominado hacia atrás y, sobre todo, un intenso hedor a falta de aseo diario que se imponía sobre la pulcra blancura de las camisas que su esposa le planchaba con precisión milimétrica, deslucidas por los perpetuos cercos de sudor en la americana que ni en la mejor lavandería podrían eliminar.

La primera vez que dejé sobre su mesa los restos de mi tubo de desodorante, se quedó mirándolo casi un minuto hasta que, con un rezongo ininteligible, lo cogió y se fue en dirección al baño. Suspiré ante la perspectiva de lograr una tregua aunque fuera solo por una mañana. Cuando regresó, no solo constaté que no lo había usado, sino que se había deshecho del envase. No tuvo ni la lucidez de preguntar por su propietario. Se giró en su silla hacia la ventana y sesteó haciendo como que leía un informe al que nunca pasaba las páginas. Hubo un segundo y un tercer intento de aportar desahogo a las glándulas sudoríparas de sus axilas, todos infructuosos. Llegué a sufrir varios catarros severos porque me veía obligado a abrir la ventana incluso en los más fríos días de invierno.

La citación del director general no me pilló de improviso. Se rumoreaban los ascensos y yo tenía unos cuantos boletos. Fueron unos minutos tensos de espera, sentado bajo la mirada de su secretaria en la antesala de su despacho. Desde dentro, unas voces se aproximaron a la puerta. La cita anterior se despedía junto a las hojas y me llegaba el rumor de una charla cómplice. Lo que no me esperaba en absoluto fue ver al Troll salir cuando terminaron de despedirse con un apretón de manos. Apestaba a colonia barata que apenas disimulaba su habitual pestilencia. Tuvo incluso las agallas de acercárseme, darme una palmada en el hombro y susurrarme con aliento fétidos un: «Otra vez será, chaval. No gastes más en desodorantes» que me humedeció las orejas por dispersión de saliva durante unas horas.
Mi reunión con el director fue cordial y breve. Me conminaba a seguir en la brecha y esperar mi momento. Ahora soy feliz. Al Troll le dieron un despacho en otra planta y yo puedo cerrar las ventanas en pleno enero.

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El último giro del cilindro



Anselmo barría los pelos alrededor de las butacas, impecable en su bata blanca aunque llevase seis horas dedicado a su trabajo.
—Deberías modernizarte, Anselmo —comentó desde su esquina Marce por enésima vez en su dilatada amistad. No apartaba la mirada de la tablet de pantalla gigante que había sustituido, hacía poco, al habitual diario en papel.
—La Madriguera ha sido la peluquería del barrio desde que la abrió mi abuelo.
—Bien puedes decirlo —dijo Marce con sorna, mientras señalaba el cilindro de franjas azules, rojas y blancas que giraba en el exterior anunciando el establecimiento.
—No chirría —contestó Anselmo, herido de nuevo en su orgullo profesional—. Hay cosas que están bien como están. No me dirás que es más cómodo leer las noticias en ese cacharro.
Marce apoyó el dispositivo en sus rodillas y lo giró para que el barbero pudiera ver cómo reproducía la repetición del último gol in extremisdel Real Madrid.
Anselmo bufó por debajo de su cuidado mostacho. Sonó la campanilla de la puerta, anunciando un nuevo cliente. Parpadeó sorprendido. Era un rep, uno de esos androides que solo veía en televisión y que la industria había dado en llamar, en su soberbia, “replicantes”. El barbero dudó. Era la situación más embarazosa de sus más de veinte años de profesión, aunque se rehízo y sonrió al tipo. Seguro que se había perdido para acabar en el arrabal.
—¿En qué puedo ayudarle?
—Un afeitado con espuma, por favor —respondió el rep con una voz tan humana como la de cualquiera. Los hombres mecánicos carecían de vello facial y el cabello de la cabeza era un implante fijo, al que reconocía un efecto bastante logrado. Titubeó pero el rep no hizo ademán de sentirse molesto. Señaló una de las butacas como pidiendo permiso y Anselmo asintió. Miró de reojo a Marce que había perdido el interés en los resultados deportivos para centrarse en la atracción del día.
Anselmo colocó la capa de corte sobre los hombros del rep y giró el asiento para enfrentarlo al espejo. Un cliente era un cliente viniera de donde viniese y, aunque le gustaran las tradiciones, no le haría un feo. Él era un profesional. Extendió con calma la crema sobre el rostro lampiño después de aplicarle los paños calientes para dilatar uno poros inexistentes. Miró el expositor de cuchillas y se decidió por la sobria Shaver, la más sencilla de su colección. Dejó la hoja en suspenso sobre la piel artificial y por fin se decidió a empezar. Marce lo contemplaba desde su rincón con los ojos desbordados. Le demostraría que podía ser tan moderno como cualquiera para acallar sus continuas críticas. Apoyó la herramienta bajo la barbilla del rep y la deslizó a contrapelo. Se escuchó un chasquido. Perplejo, la sumergió en la bacinilla para limpiarla y descubrió una cuchilla destrozada por el material sintético ultra resistente de la piel del replicante. «Quieres jugar duro, ¿eh?», masculló de forma inaudible. Marce, a sus espaldas, reía por lo bajini. Empezaba a cabrearse de nuevo. No podía echar al rep sin quedar expuesto a una denuncia por discriminación, pero tampoco podía romper toda su herramienta. Haciendo acopio de paciencia, encendió el reproductor de discos y seleccionó el aria de Fígaro. Se giró levemente hacia Marce y le brindó una sonrisa. Acto seguido, y sin quitar la funda de plástico que protegía las hojas, empezó a retirar la espuma con los mismos movimientos con los que hubiera afeitado a cualquier otro cliente. Tarareaba la música entre dientes y, en un santiamén, el rep quedó tan afeitado como había entrado. Con el paño terminó de limpiar los restos de crema y hasta le aplicó una loción aromática. El hombre artificial se quedó mirando el espejo, impasible. Por fin asintió y echó mano a la billetera.
—Te has ganado un nuevo cliente, Anselmo —dijo Marce cuando aquel hubo salido.
—Si me ha dejado propina y todo. Solo quería ser uno más.
—¿Adónde vas con el destornillador, barbero?
—A quitar ese dichoso letrero. Voy a poner uno digital. Bien grande.

Finisterre



Costa da Morte 2021
Mi señora,
Las olas que espuman las rocas, inexorables, son la única constante junto a este que te escribe. La espera se hace eterna, nada puede consolarme. Sentado en esta piedra, con la sola compañía del graznido de las gaviotas, espero tu regreso. A pesar del largo tiempo transcurrido sin noticias de ti, revivo una y otra vez junto a los demás avatares de mi prolongada existencia, el momento en que viniste a visitarme por primera vez: tu melena negra incapaz de agitarse con la brisa y la blancura de tu tez que aún se me antoja la culminación de la belleza.
Me pediste que me marchara contigo, una concesión poco habitual en ti, acostumbrada a tomar lo que te viniera en gana, pero cuando te rogué que permanecieras a mi lado en esta tierra indómita lejos de los manejos de los hombres, tu mano helada dudó entre mis dedos y un gélido alivio congeló mi espinazo. Nos amamos junto al fuego, un fatuo intento por mi parte por llenar tu cuerpo del calor que a mí me sobraba. La felicidad que rozaste con el aliento me concedió una prórroga por la que he pagado un precio demasiado alto. Te fuiste, tenías demasiado trabajo y te habías ausentado más de lo permitido. Supliqué, besé tus pies de mármol, todo en vano. Desde la puerta, dibujaste un adiós con los labios, el toque que me habías negado. Saliste para siempre de mi vida, no he vuelto a saber de ti, pese a que desde la puerta dijiste que volverías, que no lo dudase.
Mienten quienes afirman que jamás rompes una promesa. Yo sigo aquí, inmortal, mirando al océano como el único ser humano sobre el planeta a la espera de que, con tu guadaña, siegues el hilo de mi existencia para concederme, por fin, el descanso eterno.

Lo he visto en sueños



La lumbre de los cigarrillos y un par de farolas en la plaza era toda la iluminación que quedaba en Ciluengos a la salida del rosario. Aniceto dio una última calada antes de arrojar la colilla sin molestarse en apagarla. Volvió a colocar los pulgares en el cinturón y miró a Bernar. Llevaba varios días tratando de sacarse la idea de la cabeza, pero temía enfrentarse a la incrédula socarronería de su amigo.
—Anda, Aniceto, suéltalo de una vez. Se te va a pudrir en las tripas.
El aludido escupió las hebras de tabaco sin sorprenderse. Bernardo y él habían crecido juntos y se entendían con una economía expresiva que era la envidia de las partidas de cartas en el mesón.
—Quiero hacer algo grande en mi vida, algo por lo que ser recordado en el pueblo.
—¿Y qué se te ha ocurrido, genio? —respondió Bernar, a quien los cigarrillos le duraban bastante más. Siempre le llamaba genio cuando Aniceto tenía una de aquellas ocurrencias suyas.
—Me gustaría que algo llevara mi nombre. Así la gente se acordaría de mí después de espicharla.
Bernardo se mojó dos dedos en la boca y apagó la brasa que moría en el filtro amarilleando sus dedos.
—Aquí todo tiene nombre. El mesón de Amparo, el puente viejo o el cerro de San Juan.
—El río no —respondió Aniceto deprisa.
—El río es el río. Siempre se ha llamado así, no necesita un nombre.
—Por todos los santos, Bernar, incluido el tuyo. El río no lo necesita, pero yo sí.
—¿Qué más te da? Cuando la palmas, te vas y punto —dijo en voz baja, por si el cura hubiera terminado de recoger los bártulos en la sacristía—. ¿Otra gran aventura como la del bosque de arces? Los Matarranas todavía ser ríen de nosotros cando se acuerdan. Deja las cosas estar, Aniceto. Este pueblo es el fin del mundo, mejor buscar nuevos horizontes, pero no me arrastres de nuevo.
—Yo quiero quedarme en el pueblo para siempre. Voy a encontrar las fuentes del río, el lugar verdadero, no esas rocas que todos aceptan como su nacimiento. Lo mostraré al pueblo el día de la romería del Cerro y nadie podrá negarme el nombre.
—¿Qué te hace pensar que hay otro lugar? —inquirió Bernar mientras encendía otro cigarrillo.
—Lo he soñado…
Bernar no llegó a prender el chisquero. Se guardó el tabaco y se alejó murmurando en dirección a su casa. No quería hacerlo, pero nunca había dejado a Aniceto en la estacada.
La senda era abrupta, aunque llevadera para sus piernas acostumbradas al desnivel que rodeaba Ciluengos, que más parecía un poso en el fondo de una taza descomunal. Habían dejado atrás la ermita, hasta donde el camino no era sino un agradable paseo, incluso en una mañana gélida como aquella. Como de costumbre, no habían necesitado planear la salida. De madrugada se encontraron frente al cruce, pertrechados para la ascensión. En silencio, como en el mus.
No malgastaron aliento durante la subida. Se dejaron mecer por los trinos que acompasaban el fuerte ritmo de marcha. Las botas salpicaban gravilla y barro a partes iguales y quebraban las placas de hielo de los charcos congelados. A pesar de sus hábitos pedestres, pronto rompieron a sudar, aunque no se despojaron de los jerséis de lana.
—Bien, ahí lo tienes —dijo Bernar señalando las rocas donde en el pueblo ubicaban desde antaño el nacimiento del río.
—No, no es aquí —gruñó en respuesta.
—No, no es aquí —le imitó Bernar en tono de sorna. Aniceto lo ignoró y se sentó en una roca plana y seca para almorzar. Por toda invitación, abrió el morral y se lo ofreció a su amigo. Era una hora tan buena como otra cualquiera. Aniceto masticaba escudriñando el paraje, entrando en sintonía con la montaña con la esperanza de que le desentrañara sus misterios. Se levantó y no se molestó ni en recoger los restos de pan y queso. Sin mirar atrás, arrancó a trepar por las rocas con ayuda de las manos.
Bernar podía haber bufado o maldecido, sin embargo, se limitó a seguirlo en su enésima locura.
—He visto ese árbol en sueños —jadeó Aniceto.
Bernardo se encogió de hombros tanto como pudo, asido como estaba a las raíces de un viejo roble que se inclinaba orgulloso ante pasadas ventiscas y avalanchas.
—Deberíamos volver. Estas piedras no me dan confianza —dijo Bernar sin perder la serenidad. Se aferraba a unas lascas y bajo sus pies las piedrecillas de grava caían en cascadas inquietantes.
Aniceto negó con la cabeza. No retrocedería, era su momento. Solo quedaba un día para los festejos en los que anunciar su hallazgo.
—Espérame abajo. Sé lo que me hago —repuso antes de seguir trepando. En su cabeza bullían ya ideas para despejar el camino para que sus paisanos más atrevidos comprobaran por sí mismos el lugar. Saboreaba el triunfo. «Voy a pescar al Arroyo Quesada», dirían y el fumaría, sereno, tendido en la orilla como quien se da el gusto de dar la venia.
—Me cago en todo, Aniceto, un día de estos te vas a matar y yo escupiré en tu tumba —refunfuñó, pero no se detuvo.
Una hora más tarde, sin mirar abajo para no sentir la mortal atracción del vacío que se abría a sus pies, Aniceto se aupaba a la última cornisa y se quedó allí parado, en éxtasis de contemplación ante las fuentes del río. Manaban con alegría entre unas rocas cubiertas de líquenes y se perdían en un agujero del suelo a unos metros delante de él. Lo tenía, se había asegurado la inmortalidad. Se giró para ayudar a Bernar a llegar. No le diría nada, dejaría que los hechos hablaran por sí mismos. Nunca más volverían a burlarse de sus sueños, ni él ni los Matarranas. Estiró el brazo, su amigo parecía apurado, con los pies ocupando una exigua esquirla de roca por todo sustento.
—Maldito estúpido. Tú y tus sueños. ¿Has pensado en cómo vamos a bajar, genio?
El sudor hizo correr los dedos entre los suyos, toda confianza perdida en el apoyo. El triunfo en las pupilas de Aniceto dejó de brillar cuando en el fondo se mezcló el agua cantarina del nacimiento del río con la silueta de Bernar que, con brazos y piernas agitándose en vano en el aire, caía al fondo de la barranca sin remedio. No gritó en los segundos eternos, suspendidos en el tiempo, que duró su vuelo. A pesar de la fuerza del viento, que trataba con desesperación de taponarle las orejas, el sonido de huesos al quebrarse en las rocas allá abajo se quedó a vivir para siempre entre las paredes del cráneo de Aniceto Quesada.
Después, con la romería suspendida por la tragedia, contaría que fue al descender cuando Bernarperdió apoyo y cayó. Que, más ágil en la escalada, le había precedido en el descubrimiento del manantial donde el río nacía antes de emerger de nuevo en las Rocas. Aturdido, relataría cómo los ojos de Bernar fueron los primeros en hollar lo que nunca antes había contemplado un ser humano. Nadie se opuso a que, desde aquel día, se llamara Arroyo Carrizosa y Aniceto no volvió a fumar en las orillas de aquel río que ya no sería suyo. Ni de nadie más.

El mago que no sabía hablar

Había aprendido de los mejores, su magia no tenía parangón. Sus maestros estaban impresionados. «Este muchacho tiene un potencial increíble» comentaba el Archimago Principal de la Orden de los Magos Parlanchines «pero si no aprende a hablar me veré obligado a expulsarlo».

El mago, Demiurgo de Tercer Nivel por méritos propios, sabía que se le acababa el tiempo. Deseaba tanto conseguir aquella preciosa túnica púrpura… Su abuelo y su padre habían pertenecido a la Orden de los Magos Parlanchines y antes que ellos su bisabuelo. Uno de los fundadores ni más ni menos. Sin embargo, él estaba a punto de romper la cadena y todo por aquel detalle sin importancia. ¿A quién le importaba que no supiera hablar? Con aquella preciosa túnica podría pasear por los pasillos de la Abadía de los Magos y pavonearse… sin palabras.

Le quedaba un último recurso. Era desesperado, es cierto, pero si lo hacía en el más absoluto secreto aquella invocación podría salvarle de la vergüenza absoluta.

Se encerró en el más lóbrego de los sótanos, aquel donde ni siquiera el Maestre de los Sicarios se atrevía a entrar. Cerró con mucho cuidado los siete cerrojos de las siete puertas y encendió siete candelabros de siete brazos. Dibujó con piel de serpiente y sangre de cordero una estrella de siete puntas. A continuación, desplegó sobre el atril de plata lunar, regalo de los Primeros Padres a la Universidad, y abrió aquel libro antiguo del que aseguraban que guardaba en su interior la sabiduría ancestral. El principio de todo conocimiento, lo que da forma a la realidad y puede retorcerla hasta cambiar su esencia: la palabra.

Con la capucha bajada sobre el rostro ceñudo por la concentración, a la cimbreante luz de las velas, dio comienzo al ritual:

«La eme con la a, ma. La eme con la e, me…».

EL NOMBRE DE LA HOJA

Eran unas ruinas peligrosas. A la luz de los focos de los cascos veían cómo el polvo inmemorial, ahuyentado por sus pasos, volaba en pos de un lugar mejor.
—¿Por qué este lugar, maestro? —preguntó el acólito mientras ajustaba el sencillo cordón trenzado, símbolo de su orden, a la cintura del traje protector.
—Hemos encontrado la localización de una importante sede de poder. De ser cierto, podría haber un importante depósito de ejemplares. —dijo William con la voz distorsionada por la escafandra.
Avanzaron por el pasillo según el protocolo básico de seguridad. El edificio parecía estable, pero… Llegaron a unas puertas dobles con impactos de bala.
—¿Qué significan esas letras, maestro? —Adso señaló el cartel sobre la puerta. A William le fascinaba su insaciable sed de conocimiento.
—No es una palabra, son siglas, las iniciales de una congregación. —El anciano parecía satisfecho—. Es justo lo que buscábamos. Hay que darse prisa, ya sabes lo que pasará si los agentes gubernamentales nos descubren.
William utilizó la ganzúa térmica para desbloquear la hoja de la derecha y la abrió casi con reverencia. Esperó unos segundos a que el aire viciado abandonara la estancia. Los trajes autónomos les protegían de cualquier veneno, más no de una explosión de gas. Cuando estuvo seguro, tiró del cordón de Adso para colocarlo tras de él antes de entrar en el recinto sellado. Por fortuna, William tenía claro cuál era el camino a seguir en aquel laberinto. Descartó varias puertas cerradas más y se dirigió directo a la sala que buscaba: una antigua biblioteca que, sin embargo, no se había salvado de la barbarie y en la que cientos de volúmenes ennegrecidos yacían perdidos para siempre. En un arrebato de intensa furia, levantó con las manos nubes de ceniza en busca de algo que rescatar.
La diosa fue benévola con él.
—Mira, querido Adso —a pesar de la estática, había intensa alegría en su voz—. Hay al menos dos docenas de tomos en buen estado.
Llenos de regocijo, ambos se pusieron de inmediato a catalogar títulos y autores en sus teclados de antebrazo. Adso tardó unos minutos en comenzar las preguntas.
—¿Qué idioma es este, maestro?
—Español antiguo, Adso. Una de las lenguas que más se utilizaban en todo el planeta y que dio a la historia de la Literatura muchas de sus obras cumbre. —William adoptó un tono enojado—. Deberías saberlo, muchacho. Cuando vuelvas a la abadía harás una lista con todos los autores que encuentres en el registro.
Adso no protestó. La tarea no constituía un castigo severo para el joven, que era feliz rodeado de aquellos volúmenes ancestrales, del olor a papel y polvo, a cuero y a leyendas. Casi habían terminado, pero William no dejaría pasar la ocasión. No se iría sin registrar el despacho principal. Abrió todos los cajones a su paso por si quedaba algo de provecho. De la decepción inicial de los primeros muebles pasó a la excitación cuando uno de ellos se resistió. La descerrajó sin miramientos y en su interior halló un libro solitario, sin palabras grabadas en su cubierta. Sus páginas estaban repletas de extrañas inscripciones.
—Esa letra… —acertó a murmurar un atónito Adso.
—Había oído hablar de ellos, pero no pensé que llegaría a vivir para ver uno… —La mente de William trabajaba deprisa—. Se trata de un manuscrito. Observa las columnas y las líneas irregulares. Esto fue escrito a mano, Adso.
—¿Con qué propósito, maestro?
—Es difícil aventurarlo… Diría que esto de aquí son iniciales de nombres propios y lo de las columnas números. —William leyó aquel sinsentido—: R. Rato, M. Rajoy. Entradas, saldos… No tengo claro qué significa, he de investigarlo a fondo, aunque lo mejor será que el Gran Maestre no se entere todavía, ¿estás conmigo, Adso?
El joven asintió. Le idolatraba y haría cualquier cosa que le pidiera. En justicia, William debía ofrecerle alguna compensación y el mero levantamiento de «castigo» no le parecía suficiente, merecía mucho más. En un momento de inspiración cogió uno de los libros que habían recogido y se lo entregó con toda ceremonia.
—Maestro, ¿de qué sirve almacenar libros si no podemos leerlos? —preguntó con el ejemplar apretado contra su pecho mientras salían del edificio.
—Yo te enseñaré, Adso.
Adso cerró “Rebelión en la Granja” con las palabras resonando aún en su cabeza: «Si la libertad significa algo, será, sobre todo, el derecho a decirle a la gente aquello que no quiere oír».

Ya era hora de que cambiaran algunas cosas.


LA BIBLIOTECA

Estampé mi firma con satisfacción. Había empleado tiempo y recursos para lograrlo, pero al fin era mía la Villa de las Flores, hogar ancestral de la familia Villena. En su interior, verdadero objeto de mi deseo, la magnífica biblioteca, reunida a través de generaciones.
El portón de acceso cedió con facilidad a la llave, un detalle de buen agüero. Fascinado, exploré mis nuevos dominios hasta encontrarla. Paredes recubiertas de libros de todos los tamaños y encuadernación: enciclopedias, tratados, antologías… Apenas llevaba unos minutos en la mansión y ya me sentía como en casa. Ansiaba perderme en aquella biblioteca, sumergirme en lecturas únicas en el mundo o en la mera contemplación de aquellos anaqueles cuyo contenido era un tesoro.
Qué estupidez. Tenía a mi disposición una de las mayores colecciones privadas y, sin embargo, me sentía atraído por aquel libro solitario que había quedado relegado tras el abandono precipitado de la familia. Reposaba en un atril, abierto todavía por la página que mi predecesor había marcado con la cinta roja. Sería un buen comienzo dar continuidad a esa lectura, un silencioso homenaje a su anterior propietario.
Mi capacidad de lector crítico quedó en entredicho. No era capaz de discernir una historia, un solo pensamiento en aquella amalgama de frases incoherentes, más propias de un escritor perturbado. Provocado en mi más secreto orgullo, a punto estuve de cerrar el libro para siempre y arrojarlo a la chimenea. Cerré el libro y me fui a dormir, aunque fui presa de un sueño en el que el volumen de tapas negras me urgía a continuar su lectura y descifrar su secreto. A medianoche…
***
Desperté ofuscado. El desánimo había tomado el lugar del entusiasmo del primer día en la villa. Nunca antes se había desquiciado mi descanso de aquella manera. Debía hacerlo a medianoche… ¿Hacer qué? ¿Destruir el libro? Tal vez se tratase de una especie de ritual… La falta de adecuado descanso hacía mella en mi talante escéptico.
A pesar de todo, no me acerqué a la biblioteca en todo el día, atrincherado en la redacción de diversas cartas en mi flamante despacho. Por la noche, tras una cena fría, el descanso se convirtió en una repetición de la pesadilla, protagonizada ahora por una mujer de semblante sereno en una tez pálida como la luna llena y cabellos ensortijados, que imploraba mi ayuda con gestos que yo era incapaz de interpretar. Sometido a su embrujo en descanso y vigilia, no me cabía sino afrontar el misterio.
Con renovado valor, mediada ya la mañana, me dirigí a la biblioteca dispuesto a todo. Cargué la copa de un brandy espeso que apuré sin titubeos. Antes de sumirme en la lectura examiné con una lupa el tomo, sin hallar marcas ni señales de interés. No había título ni autor aparente. Me concentré de nuevo en el galimatías de oraciones sin sentido. Los trazos de tinta impresa se alargaban como zarcillos que intentaran apoderarse de mi cordura en una lucha desigual en la que estuve a punto de sucumbir. Mi único apoyo era el recuerdo de la dama pálida. Apelé al sentido común. La racionalidad no podía ceder ante la superstición. Aquello no era nada más que un simple libro.
Leí sin cesar, página a página, sin atreverme a saltar un solo párrafo por temor a perder información de importancia. Con el discurrir de los capítulos fueron tomando forma imágenes en mis retinas como si de un cinematógrafo se tratara. Rostros de una familia de opulencia manifiesta en sus ropas, maneras y que se encontraban sin duda alguna en el interior de la Villa de las Flores. Eran ajenos a mi observación. Tan solo la dama del cabello rizado mantenía su mirada fija en mí, empujándome a continuar. «Medianoche», leía ahora con claridad en sus labios. La historia oculta cobraba sentido entre aquellas hojas: la desaparición repentina de la familia Villena. Imposible saber de qué modo habían quedado atrapados. La mujer reclamaba mi ayuda, tal vez la única esperanza de liberación. Debía continuar la lectura hasta la medianoche, era la clave. Sin embargo, un sutil temor comenzó a calar en mi propósito. Ignoraba si todo aquel montaje no era sino una trampa para aprisionarme a mí también. La promesa que leía en sus ojos faltos del brillo de la vida no parecía un aliciente poderoso como para abrazar tales riesgos. Fue necesario recurrir a toda mi voluntad para poder levantar la mirada de la atracción magnética de aquellas líneas de texto. El reloj de pared marcaba las once y cincuenta. Fuera, la noche era absoluta. Llevaba todo el día encerrado entre aquellas palabras, una prisión elocuente que terminó por decidirme.
Cuando consideré que el hoyo era lo bastante profundo, dada mi escasa aptitud para el trabajo manual, arrojé el libro a su interior, con la esperanza de haberme deshecho de un inquilino inquietante y de una amenaza a mi derecho de propiedad sobre la villa. Desde el jardín, a través de la ventana abierta de la biblioteca, podía escuchar como el carillón marcaba las doce campanadas.

LECTURA EN EL VALLE DEL SILENCIO

Yo lo hubiera llamado el Valle del Silencio, aunque no era su nombre en los mapas. Aldeas quietas donde la niebla podía ser la misma durante decenios y los mocosos parecían ser siempre los mismos niños. El ganado pastaba la misma hierba y los labriegos araban, una y otra vez, idénticos surcos.
Desde que mi caballo decidiera descansar para siempre en una cuneta, había caminado con mi equipaje hasta dejar mis botas en penoso estado. Necesitaría de un zapatero antes de dejar atrás aquel lugar apartado de los dioses. La siguiente población, apenas una decena de casas de adobe y leña, me salió al paso tras una curva del rio en el momento en el que la noche se había apropiado de ella.
Ni una moneda pesaba en mi bolsa, tendría que buscarme la vida en el villorrio. Las casas estaban cerradas con maderos y apenas escapaba alguna luz por las rendijas. Hasta el rio discurría sin ruido, perdí la esperanza de hallar cobijo y me preparé para una noche, otra, a la intemperie y con los pies helados, cuando escuché un sonido fin, como de puerta abierta y rumor de pasos. No me costó localizar la edificación, por así llamarla, que daba señales de vida. ¿Una taberna? Tal vez dejaran dormir a un viajero solitario junto al fuego a cambio de una canción.
Empujé la puerta con el hombro y pasé al interior, apenas más cálido que el relente de la luna. Mi saludo apenas hizo girar un par de caras, la mitad de los parroquianos reunidos en torno a una mesa destartalada. No parecía haber un tabernero al cargo ni una mesa libre. La fuerza de la costumbre me llevó a descolgar el laúd y sacarlo de su funda con la esperanza de que su mera aparición iluminara el lugar. En cambio, continuaron bebiendo en silencio.
—¿Compartirán bebida y calor con este bardo de escasa fortuna? Un vaso de vino, un tarugo de pan mellado y un lugar junto al fuego a cambio de música e historias.
—Necesitas arreglos además de sustento, viajero —respondió uno que oteaba mi calzado con una mirada algo menos bovina.
—Tenéis ojo avispado, maese. Podéis llamarme Rapaz si os place. Viajo al Norte pero me hallo en apuros.
—No encontraréis oídos para vuestro arte aquí…, aunque tal vez podamos servirnos de ayuda mutua. Sin duda sabrás leer.
—En tres lenguas distintas. Es mi maldición.
***
Acepté su oferta de acompañarlo hasta su casa. Por el camino me contó que hacía una semana un jinete le había entregado una carta y necesitaba de alguien que se la leyera. Se sentó junto al fuego con una pieza de buen cuero y agujas para coser mis botas tras ofrecerme, a modo de pago anticipado, cerveza tibia y algo de queso compartido. Pasé la vista sobre el pergamino. La caligrafía era regular y limpia. No era lo que uno esperaba encontrar en semejante plaza. Aclaré la voz y me dispuse a leer.
—Querido hermano. Hace años que no sabemos uno del otro. Créeme cuando te digo que he tenido que esforzarme para hallarte, pues despareciste a conciencia. —Se suavizó el ceño de mi oyente, como si fuera una broma privada—. Te escribo desde Tudelium y será lo último que sepas de mí. Por desgracia, me aqueja una enfermedad que ninguno de los sanadores ha sabido tratar, causándome innumerables sufrimientos.
»Nos separamos con ira, sin compartir la misma visión y ambos dijimos cosas que, con el tiempo, he aprendido a lamentar. No es posible desandar el camino, pero quiero que sepas que siempre has estado en mis pensamientos, con la esperanza de que la vida te diera una segunda oportunidad como hizo conmigo.
»Has de saber que no conseguí mis propósitos y que la Corte no era lo que mis sueños me habían ofrecido. Puede que te digan que tuve parte en la conspiración contra nuestro buen rey Tadeo, mas no has de creerlo. Los cortesanos ávidos del favor del soberano lo predispusieron contra mí, a pesar de no contar con pruebas fidedignas. Presionado por el poderoso Primer Mayordomo me desterró, si bien le estoy agradecido por evitarme la pública ejecución. Aun tuvo el ánimo de proporcionarme los medios para una buena vida en el exilio.
»En las últimas horas de mi vida, he dispuesto que mi legado sea entregado a ti, en purga de mis actos pasados. Acompaño a esta misiva una bolsa de piedras preciosas para que puedas viajar hasta la ciudad. El Procurador Real te hará entrega de mi hacienda a tu llegada.
El hombre había dejado de coser, aunque me pareció ver un brillo en sus ojos que no tenía cuando lo encontré en aquel tugurio. Aproveché para añadir:
—Estoy seguro de que seguirás reacio a aprender los misterios de la lectura, por lo que recomiendo encarecidamente un dispendio adicional para quien el contenido de esta carta te haga llegar…
***
Las botas no se rompieron. Me proporcionaron buen servicio durante leguas sin fin y disfruté de buenos momentos merced a la esmeralda de fuego que añadió a mis honorarios, a pesar de que el bardo relator no fue del todo sincero.


REEMPLAZO

La primera versión de este micro tenía un final diferente. El anciano volvía, encantado, a la llamada de la empresa. Creo que esta va más acorde a los tiempos actuales:

REEMPLAZO

Escupe el mondadientes tras el banco de herramientas del garaje. Le queda la Harley y el consuelo de que su pequeño Nicholas se ha convertido en un ingeniero de telecomunicaciones de la leche. «Cabrones, solo tengo sesenta y seis… tenía aún mucho que ofrecer a la empresa».
Nick, el soldador, fue el primero. Le siguieron Jonás, Mike, el pedorro de Smitty… Todos retirados por máquinas de última generación y nombres extravagantes. Él había aguantado firme en su puesto, pero llegó la “Leviatán 200” y lo despidieron como a los demás.
Suena el teléfono y lo coge con desgana.

—¿Volver al taller? […] ¿Un pirata informático? […] —Un solo vistazo a la Harley es suficiente—: Que le jodan… jefe.