Están entre nosotros



El viento arrastraba los restos del compuesto Y-629. En su celda de la prisión de máxima seguridad de Copenhague, el profesor Franz, aferrado a los barrotes, mantenía a gritos su versión, lo había hecho para salvar al mundo de los invasores infiltrados de otro planeta. Reducidos al cinco por ciento de su anterior demografía, los supervivientes dudaban aún si repoblarlo o llamarlo de nuevo Edén.
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Otra margarita

Otra Margarita – Sorolla
El mentón reposa sobre el broche de la toquilla, las manos se abandonan sobre el regazo, vencidas por el hierro de las argollas. Se sabe condenada de antemano, antes del juicio que espera con resignación, ajena a los ojos de sus custodios, rancios alientos de tabaco y vino con capote verde. Resbala la mirada por un vestido tan deshecho como sus esperanzas. La única venia que espera del juez es que no la lleven al cadalso con esta ropa ajada de celda y lágrimas secas.
En el banco de enfrente aguardan las meretrices. Entraron con estridencia, dedicándose toda suerte de apelativos soeces y haciendo gestos lascivos hacia los guardias, que las han ignorado con el aburrimiento de la rutina. También a ella, a Margarita, han dedicado burlas y pullas hasta que, finalmente, se han contagiado de su silencio. Ahora callan o se hablan entre susurros. Saben quién es, no queda nadie en la ciudad que lo ignore. No matas a un marqués y te abandonas al abismo del olvido. ¿Qué importan los motivos? Él era un Grande, ella una insignificante vendedora de cerillas en un elegante bodegón. Tenía hambre, frío, y nada con que pagar el cuartucho de la pensión de la Venancia. Cómo resistir la sonrisa melosa, el porte señorial de bastón con pomo de oro del de verdad. «Chiquilla, estás tiritando…, pero… ¿tú has comido?»
Las promesas se las llevó el viento, junto con su virtud, obligada a soportar toda clase de actos aberrantes encerrada en un sótano. Vístete con esto, ahora quítatelo. ¿Sabes para qué sirve esto, niña? Las risas escandalosas de los invitados a sesiones privadas, el olor a licor y a puro, las marcas en la piel… y las horas malditas en la penumbra de la mazmorra, a la espera del siguiente martirio. Los recuerdos de Ciluengos, su pueblo natal, eran el único refugio para aferrarse a la cordura.
Levanta la vista y se gira para mirar a los guardias. Un vaso de agua, unas palabras, cualquier cosa mejor que el escrutinio de las muchachas, el silencio de las tablas del solado o la niebla de unos recuerdos que sangran.
Virgencita de los desamparados, que termine ya, que acabe el garrote con este horror. No quiere revivir de nuevo el día que, convencido de su docilidad, el marqués de Rosamora se dejó atar a los barrotes del camastro con ropas de seda, convencido de haber hallado un filón de gozo diferente. Se dejó hacer. Cada corte, el pago por una vejación; cada golpe, justa retribución por cada risa humillante.

Margarita, asesina confesa con alevosía y ensañamiento, mueve por fin las manos. Las desliza por un vientre que creía yermo. Quiera el buen Dios que nadie se percate, que el verdugo sea diestro y se lleve así con ella, el último recuerdo del marqués de Rosamora.

Prefiero las corrientes



Dedicado a Pedro Ignacio Tofiño, sufridor de trolls y otros entes
Nadie podrá convencerme de que existe la justicia poética. Lo sería si pudiera escribir un poema y metérselo por el culo al Troll. En llamas. Cuando empecé a trabajar en esa oficina, me pareció el lugar ideal. «Ojalá pudiera jubilarme en este sitio», fue uno de mis felices pensamientos cuando cobré mi primera nómina. Fueron dos años de formación y trabajo duro, pero también de compañerismo y satisfacción por la labor bien hecha. Ni se me pasaba por la cabeza reflexionar sobre el destino de aquellos memorandos redactados al filo de la hora de salida o del objeto de las reuniones de equipo, en las que a la responsable del departamento se le llenaba la boca de cifras y gráficos frente a una presentación de Powerpoint y que no calaba en nuestras mentes más allá del cafelito de después de comer en el bar de la esquina y las partidas de mus cuando hacíamos jornada intensiva.

Setecientos treinta y siete días después de la firma de mi contrato laboral, llegó el Troll. Confieso que fui el autor del mote, el primero que había colocado en mi vida, pero no llevaba ni dos horas sentado en la mesa de enfrente y la imagen de aquellos seres que perseguían a David el gnomo en los dibujos animados acudió a mi mente como si tuviera la tele delante. No tengo nada en contra de la obesidad. Yo mismo tengo una pancita sedentaria que no me incomoda demasiado, salvo por los agujeros del cinturón. Sin embargo, en el caso del Troll, era simplemente el marco que perfeccionaba el cuadro. El bigotito recortado bajo la nariz, el pelo engominado hacia atrás y, sobre todo, un intenso hedor a falta de aseo diario que se imponía sobre la pulcra blancura de las camisas que su esposa le planchaba con precisión milimétrica, deslucidas por los perpetuos cercos de sudor en la americana que ni en la mejor lavandería podrían eliminar.

La primera vez que dejé sobre su mesa los restos de mi tubo de desodorante, se quedó mirándolo casi un minuto hasta que, con un rezongo ininteligible, lo cogió y se fue en dirección al baño. Suspiré ante la perspectiva de lograr una tregua aunque fuera solo por una mañana. Cuando regresó, no solo constaté que no lo había usado, sino que se había deshecho del envase. No tuvo ni la lucidez de preguntar por su propietario. Se giró en su silla hacia la ventana y sesteó haciendo como que leía un informe al que nunca pasaba las páginas. Hubo un segundo y un tercer intento de aportar desahogo a las glándulas sudoríparas de sus axilas, todos infructuosos. Llegué a sufrir varios catarros severos porque me veía obligado a abrir la ventana incluso en los más fríos días de invierno.

La citación del director general no me pilló de improviso. Se rumoreaban los ascensos y yo tenía unos cuantos boletos. Fueron unos minutos tensos de espera, sentado bajo la mirada de su secretaria en la antesala de su despacho. Desde dentro, unas voces se aproximaron a la puerta. La cita anterior se despedía junto a las hojas y me llegaba el rumor de una charla cómplice. Lo que no me esperaba en absoluto fue ver al Troll salir cuando terminaron de despedirse con un apretón de manos. Apestaba a colonia barata que apenas disimulaba su habitual pestilencia. Tuvo incluso las agallas de acercárseme, darme una palmada en el hombro y susurrarme con aliento fétidos un: «Otra vez será, chaval. No gastes más en desodorantes» que me humedeció las orejas por dispersión de saliva durante unas horas.
Mi reunión con el director fue cordial y breve. Me conminaba a seguir en la brecha y esperar mi momento. Ahora soy feliz. Al Troll le dieron un despacho en otra planta y yo puedo cerrar las ventanas en pleno enero.

El último giro del cilindro



Anselmo barría los pelos alrededor de las butacas, impecable en su bata blanca aunque llevase seis horas dedicado a su trabajo.
—Deberías modernizarte, Anselmo —comentó desde su esquina Marce por enésima vez en su dilatada amistad. No apartaba la mirada de la tablet de pantalla gigante que había sustituido, hacía poco, al habitual diario en papel.
—La Madriguera ha sido la peluquería del barrio desde que la abrió mi abuelo.
—Bien puedes decirlo —dijo Marce con sorna, mientras señalaba el cilindro de franjas azules, rojas y blancas que giraba en el exterior anunciando el establecimiento.
—No chirría —contestó Anselmo, herido de nuevo en su orgullo profesional—. Hay cosas que están bien como están. No me dirás que es más cómodo leer las noticias en ese cacharro.
Marce apoyó el dispositivo en sus rodillas y lo giró para que el barbero pudiera ver cómo reproducía la repetición del último gol in extremisdel Real Madrid.
Anselmo bufó por debajo de su cuidado mostacho. Sonó la campanilla de la puerta, anunciando un nuevo cliente. Parpadeó sorprendido. Era un rep, uno de esos androides que solo veía en televisión y que la industria había dado en llamar, en su soberbia, “replicantes”. El barbero dudó. Era la situación más embarazosa de sus más de veinte años de profesión, aunque se rehízo y sonrió al tipo. Seguro que se había perdido para acabar en el arrabal.
—¿En qué puedo ayudarle?
—Un afeitado con espuma, por favor —respondió el rep con una voz tan humana como la de cualquiera. Los hombres mecánicos carecían de vello facial y el cabello de la cabeza era un implante fijo, al que reconocía un efecto bastante logrado. Titubeó pero el rep no hizo ademán de sentirse molesto. Señaló una de las butacas como pidiendo permiso y Anselmo asintió. Miró de reojo a Marce que había perdido el interés en los resultados deportivos para centrarse en la atracción del día.
Anselmo colocó la capa de corte sobre los hombros del rep y giró el asiento para enfrentarlo al espejo. Un cliente era un cliente viniera de donde viniese y, aunque le gustaran las tradiciones, no le haría un feo. Él era un profesional. Extendió con calma la crema sobre el rostro lampiño después de aplicarle los paños calientes para dilatar uno poros inexistentes. Miró el expositor de cuchillas y se decidió por la sobria Shaver, la más sencilla de su colección. Dejó la hoja en suspenso sobre la piel artificial y por fin se decidió a empezar. Marce lo contemplaba desde su rincón con los ojos desbordados. Le demostraría que podía ser tan moderno como cualquiera para acallar sus continuas críticas. Apoyó la herramienta bajo la barbilla del rep y la deslizó a contrapelo. Se escuchó un chasquido. Perplejo, la sumergió en la bacinilla para limpiarla y descubrió una cuchilla destrozada por el material sintético ultra resistente de la piel del replicante. «Quieres jugar duro, ¿eh?», masculló de forma inaudible. Marce, a sus espaldas, reía por lo bajini. Empezaba a cabrearse de nuevo. No podía echar al rep sin quedar expuesto a una denuncia por discriminación, pero tampoco podía romper toda su herramienta. Haciendo acopio de paciencia, encendió el reproductor de discos y seleccionó el aria de Fígaro. Se giró levemente hacia Marce y le brindó una sonrisa. Acto seguido, y sin quitar la funda de plástico que protegía las hojas, empezó a retirar la espuma con los mismos movimientos con los que hubiera afeitado a cualquier otro cliente. Tarareaba la música entre dientes y, en un santiamén, el rep quedó tan afeitado como había entrado. Con el paño terminó de limpiar los restos de crema y hasta le aplicó una loción aromática. El hombre artificial se quedó mirando el espejo, impasible. Por fin asintió y echó mano a la billetera.
—Te has ganado un nuevo cliente, Anselmo —dijo Marce cuando aquel hubo salido.
—Si me ha dejado propina y todo. Solo quería ser uno más.
—¿Adónde vas con el destornillador, barbero?
—A quitar ese dichoso letrero. Voy a poner uno digital. Bien grande.

Finisterre



Costa da Morte 2021
Mi señora,
Las olas que espuman las rocas, inexorables, son la única constante junto a este que te escribe. La espera se hace eterna, nada puede consolarme. Sentado en esta piedra, con la sola compañía del graznido de las gaviotas, espero tu regreso. A pesar del largo tiempo transcurrido sin noticias de ti, revivo una y otra vez junto a los demás avatares de mi prolongada existencia, el momento en que viniste a visitarme por primera vez: tu melena negra incapaz de agitarse con la brisa y la blancura de tu tez que aún se me antoja la culminación de la belleza.
Me pediste que me marchara contigo, una concesión poco habitual en ti, acostumbrada a tomar lo que te viniera en gana, pero cuando te rogué que permanecieras a mi lado en esta tierra indómita lejos de los manejos de los hombres, tu mano helada dudó entre mis dedos y un gélido alivio congeló mi espinazo. Nos amamos junto al fuego, un fatuo intento por mi parte por llenar tu cuerpo del calor que a mí me sobraba. La felicidad que rozaste con el aliento me concedió una prórroga por la que he pagado un precio demasiado alto. Te fuiste, tenías demasiado trabajo y te habías ausentado más de lo permitido. Supliqué, besé tus pies de mármol, todo en vano. Desde la puerta, dibujaste un adiós con los labios, el toque que me habías negado. Saliste para siempre de mi vida, no he vuelto a saber de ti, pese a que desde la puerta dijiste que volverías, que no lo dudase.
Mienten quienes afirman que jamás rompes una promesa. Yo sigo aquí, inmortal, mirando al océano como el único ser humano sobre el planeta a la espera de que, con tu guadaña, siegues el hilo de mi existencia para concederme, por fin, el descanso eterno.

Temporal



Miguel Borrasca salió del almacén con un contrato a media jornada. Casi se presenta tarde al aeropuerto para un par de horas con siete charter. Pese al aguacero, sonrió al capataz con la esperanza de convertirse en fijo algún día. Con suerte, si llegaba a casa a las diez, dormiría cinco horas. El miércoles le habían propuesto para una baja en la recepción de un hotel a las afueras, aunque madrugaría para quitarse el atasco  y no llegar tarde. Antes de fichar, escuchó a uno de los oficiales chismorrear con los subalternos: «qué bien viven los eventuales». Una tempestad de ira le llevó a empotrar su vehículo contra el muelle de carga. Erró, por poco, el morro de un Airbus.

Fotografía: Iberia

Siguiente, por favor


En la pista central del circo, Augusto y Tontaina llevaban diez minutos de bofetadas para regocijo del público. Mayores y niños se palmeaban los muslos y dejaban caer ríos de palomitas grasientas. El maquillaje de Tontaina era un borrón de blancos y rojos, con churretes de rímel de puta barata. Fuera de sí, incapaz de soportar tanta humillación, lanzó un gancho de izquierda que tiró a su compañero sobre la lona. No hubo tiempo para más, el payaso derribado extrajo una pistola de esas de un solo tiro de su chaqueta de lentejuelas y a Tontaina se le desparramaron los sesos en vivo y en directo.


Sin demora, por encima del estruendo de la ovación, el director sacó el móvil para pedir una pareja nueva de payasos a la empresa de trabajo temporal.
Imagen: Ji Lee

Lo he visto en sueños



La lumbre de los cigarrillos y un par de farolas en la plaza era toda la iluminación que quedaba en Ciluengos a la salida del rosario. Aniceto dio una última calada antes de arrojar la colilla sin molestarse en apagarla. Volvió a colocar los pulgares en el cinturón y miró a Bernar. Llevaba varios días tratando de sacarse la idea de la cabeza, pero temía enfrentarse a la incrédula socarronería de su amigo.
—Anda, Aniceto, suéltalo de una vez. Se te va a pudrir en las tripas.
El aludido escupió las hebras de tabaco sin sorprenderse. Bernardo y él habían crecido juntos y se entendían con una economía expresiva que era la envidia de las partidas de cartas en el mesón.
—Quiero hacer algo grande en mi vida, algo por lo que ser recordado en el pueblo.
—¿Y qué se te ha ocurrido, genio? —respondió Bernar, a quien los cigarrillos le duraban bastante más. Siempre le llamaba genio cuando Aniceto tenía una de aquellas ocurrencias suyas.
—Me gustaría que algo llevara mi nombre. Así la gente se acordaría de mí después de espicharla.
Bernardo se mojó dos dedos en la boca y apagó la brasa que moría en el filtro amarilleando sus dedos.
—Aquí todo tiene nombre. El mesón de Amparo, el puente viejo o el cerro de San Juan.
—El río no —respondió Aniceto deprisa.
—El río es el río. Siempre se ha llamado así, no necesita un nombre.
—Por todos los santos, Bernar, incluido el tuyo. El río no lo necesita, pero yo sí.
—¿Qué más te da? Cuando la palmas, te vas y punto —dijo en voz baja, por si el cura hubiera terminado de recoger los bártulos en la sacristía—. ¿Otra gran aventura como la del bosque de arces? Los Matarranas todavía ser ríen de nosotros cando se acuerdan. Deja las cosas estar, Aniceto. Este pueblo es el fin del mundo, mejor buscar nuevos horizontes, pero no me arrastres de nuevo.
—Yo quiero quedarme en el pueblo para siempre. Voy a encontrar las fuentes del río, el lugar verdadero, no esas rocas que todos aceptan como su nacimiento. Lo mostraré al pueblo el día de la romería del Cerro y nadie podrá negarme el nombre.
—¿Qué te hace pensar que hay otro lugar? —inquirió Bernar mientras encendía otro cigarrillo.
—Lo he soñado…
Bernar no llegó a prender el chisquero. Se guardó el tabaco y se alejó murmurando en dirección a su casa. No quería hacerlo, pero nunca había dejado a Aniceto en la estacada.
La senda era abrupta, aunque llevadera para sus piernas acostumbradas al desnivel que rodeaba Ciluengos, que más parecía un poso en el fondo de una taza descomunal. Habían dejado atrás la ermita, hasta donde el camino no era sino un agradable paseo, incluso en una mañana gélida como aquella. Como de costumbre, no habían necesitado planear la salida. De madrugada se encontraron frente al cruce, pertrechados para la ascensión. En silencio, como en el mus.
No malgastaron aliento durante la subida. Se dejaron mecer por los trinos que acompasaban el fuerte ritmo de marcha. Las botas salpicaban gravilla y barro a partes iguales y quebraban las placas de hielo de los charcos congelados. A pesar de sus hábitos pedestres, pronto rompieron a sudar, aunque no se despojaron de los jerséis de lana.
—Bien, ahí lo tienes —dijo Bernar señalando las rocas donde en el pueblo ubicaban desde antaño el nacimiento del río.
—No, no es aquí —gruñó en respuesta.
—No, no es aquí —le imitó Bernar en tono de sorna. Aniceto lo ignoró y se sentó en una roca plana y seca para almorzar. Por toda invitación, abrió el morral y se lo ofreció a su amigo. Era una hora tan buena como otra cualquiera. Aniceto masticaba escudriñando el paraje, entrando en sintonía con la montaña con la esperanza de que le desentrañara sus misterios. Se levantó y no se molestó ni en recoger los restos de pan y queso. Sin mirar atrás, arrancó a trepar por las rocas con ayuda de las manos.
Bernar podía haber bufado o maldecido, sin embargo, se limitó a seguirlo en su enésima locura.
—He visto ese árbol en sueños —jadeó Aniceto.
Bernardo se encogió de hombros tanto como pudo, asido como estaba a las raíces de un viejo roble que se inclinaba orgulloso ante pasadas ventiscas y avalanchas.
—Deberíamos volver. Estas piedras no me dan confianza —dijo Bernar sin perder la serenidad. Se aferraba a unas lascas y bajo sus pies las piedrecillas de grava caían en cascadas inquietantes.
Aniceto negó con la cabeza. No retrocedería, era su momento. Solo quedaba un día para los festejos en los que anunciar su hallazgo.
—Espérame abajo. Sé lo que me hago —repuso antes de seguir trepando. En su cabeza bullían ya ideas para despejar el camino para que sus paisanos más atrevidos comprobaran por sí mismos el lugar. Saboreaba el triunfo. «Voy a pescar al Arroyo Quesada», dirían y el fumaría, sereno, tendido en la orilla como quien se da el gusto de dar la venia.
—Me cago en todo, Aniceto, un día de estos te vas a matar y yo escupiré en tu tumba —refunfuñó, pero no se detuvo.
Una hora más tarde, sin mirar abajo para no sentir la mortal atracción del vacío que se abría a sus pies, Aniceto se aupaba a la última cornisa y se quedó allí parado, en éxtasis de contemplación ante las fuentes del río. Manaban con alegría entre unas rocas cubiertas de líquenes y se perdían en un agujero del suelo a unos metros delante de él. Lo tenía, se había asegurado la inmortalidad. Se giró para ayudar a Bernar a llegar. No le diría nada, dejaría que los hechos hablaran por sí mismos. Nunca más volverían a burlarse de sus sueños, ni él ni los Matarranas. Estiró el brazo, su amigo parecía apurado, con los pies ocupando una exigua esquirla de roca por todo sustento.
—Maldito estúpido. Tú y tus sueños. ¿Has pensado en cómo vamos a bajar, genio?
El sudor hizo correr los dedos entre los suyos, toda confianza perdida en el apoyo. El triunfo en las pupilas de Aniceto dejó de brillar cuando en el fondo se mezcló el agua cantarina del nacimiento del río con la silueta de Bernar que, con brazos y piernas agitándose en vano en el aire, caía al fondo de la barranca sin remedio. No gritó en los segundos eternos, suspendidos en el tiempo, que duró su vuelo. A pesar de la fuerza del viento, que trataba con desesperación de taponarle las orejas, el sonido de huesos al quebrarse en las rocas allá abajo se quedó a vivir para siempre entre las paredes del cráneo de Aniceto Quesada.
Después, con la romería suspendida por la tragedia, contaría que fue al descender cuando Bernarperdió apoyo y cayó. Que, más ágil en la escalada, le había precedido en el descubrimiento del manantial donde el río nacía antes de emerger de nuevo en las Rocas. Aturdido, relataría cómo los ojos de Bernar fueron los primeros en hollar lo que nunca antes había contemplado un ser humano. Nadie se opuso a que, desde aquel día, se llamara Arroyo Carrizosa y Aniceto no volvió a fumar en las orillas de aquel río que ya no sería suyo. Ni de nadie más.

Tablas de pino

Madre e hijo se arrebujan junto a la estufa de leña que hay frente al humilde ataúd de Emiliano. Están solos los tres… no hay más paz ni calor en este velatorio desangelado. El rapaz aprieta con fuerza la mano de su madre.
—¿Por qué se llevaron a padre los hombres malos? Todos decían en el pueblo lo bueno que era.
—Lo sé.
—¿Quién cuidará de nosotros?
El pequeño solloza y, como si buscara consuelo o respuestas, saca del bolsillo de su pantalón la carta que Emiliano envió desde el penal. “El dolor te hará fuerte…”, piensa la madre. Le arranca la misiva y la lanza al fuego con rabia.
—Madre…, ahora no podré llorar nunca más.
—Lo sé.

Oculto entre palmeras

Arena y más arena. Se diría que no hay otra cosa en esta isla maldita. Pero yo sé que él está cerca, oigo sus murmullos en su loco deambular. No tardará en encontrarme, en liberarme de esta prisión de madera para que pueda volver a brillar con todos mis doblones.
Tris, tras. Pasos que se acercan. El golpe de una pala que se entierra.
Estoy listo para encontrarme con Ben Gunn. Los hombres volverán a matarse por lo que llevo dentro, el tesoro de Flynn.
Fuente: http://www.imagui.com/