Regocijo

Hilaria se abrió paso en silencio entre las que rodeaban el cadáver. Bajo el sol del mediodía, una miríada de insectos volaban ya sobre el cuerpo. A pesar de la autoridad que irradiaba, le costó hacerse un hueco en el círculo. Cuando por fin llegó al centro, se detuvo a observar unos instantes. Ser la primera era su privilegio. Se pasó la lengua entre los labios y se abalanzó sobre las costillas abiertas. Las risas del resto de las hienas acompañaron el festín de su líder.
Anuncio publicitario

De visita en el pueblo viejo


A menudo las tumbas abiertas parecen bocas que expelen un hedor insoportable. Otras veces, en cambio, son agujeros modestos que aguardan con discreción a ser ocupados. Cuando llegamos a la salida del cementerio, mis padres conversaban animados. Les había parecido que, al acercar la vela, Elvis había abierto los ojos. Entonces, me di cuenta de que Lily se había quedado atrás. Le gustan tanto los camposantos que se queda ensimismada ante las lápidas. Me perdí entre los pasillos, distraído por la cháchara de los cipreses en calma. Anabel, tan inocente, aprovechó para interceptarme desde la trasera de un contenedor repleto de herrumbre. Con su manita, alzó para que pudiera verla bien una menuda bolsa de plástico transparente y sus ojos azules brillaron tanto que iluminaron su pelo. «Son las bridas que necesitamos para ayudar a mamá», me dijo. Inspiraba tanta ternura que me daba apuro decirle que ni esas piezas de plástico ni ninguna otra podrían obrar la magia. Le sonreí como pude y me alejé en busca de Lily.  No sé muy bien para qué. Sospecho que nadie más puede verme.

… sin pecado concebida

El sacerdote le dio la absolución. Doña Blanca se había acusado de mantener, a espaldas de su marido, un romance secreto con Tomasito y no había escatimado detalles. Si le imponía una penitencia leve, puede que ella intuyese que no la creía y lo que el cura deseaba era la felicidad de Doña Blanca, aunque fuera tan solo en su más íntima fantasía.

Están entre nosotros



El viento arrastraba los restos del compuesto Y-629. En su celda de la prisión de máxima seguridad de Copenhague, el profesor Franz, aferrado a los barrotes, mantenía a gritos su versión, lo había hecho para salvar al mundo de los invasores infiltrados de otro planeta. Reducidos al cinco por ciento de su anterior demografía, los supervivientes dudaban aún si repoblarlo o llamarlo de nuevo Edén.

Milagros, los justos



El embalsamador jefe, agotado, dejó caer el frasco de ungüento sobre la mesa de operaciones. «No puede ser, logré este puesto porque jamás he fallado en mi labor», masculló. En veinticinco años de carrera, solo había obtenido menciones y parabienes. Sin embargo, con el diácono habían fracasado todas sus técnicas, tanto las clásicas como las innovadas por él mismo. Una sospecha se hizo hueco en su frustración. Giró en la silla para encarar el ordenador. Una clave tras otra le impedían el acceso al registro de procedencia. Con el hedor del cuerpo en sus fosas nasales, llamó a Ramírez, el subsecretario. «¡Qué diácono ni qué narices! Lo que tienes sobre tu mesa es un concejal multimillonario».

Soñó que moría de lunares

La profética pesadilla cambió su mundo. Dejó su carrera como jockey porque empezó a aborrecer los puntos de colores de su vestimenta. Renunció a comer albóndigas por su disposición sobre la salsa del plato y era incapaz de soportar la visión de un vestido de faralaes o los de la mismísima Minnie Mouse.
Nadie le advirtió que, por ese lunar que tienes, cielito lindo, junto a la boca, se podía también morir de amor.

Acecho

 En el exterior, la tormenta agita la noche de retumbos y trallazos de luz, pero él solo los ha escuchado desde el sótano donde se oculta. Sabe la hora que es, no puede demorarse más, debe salir. La puerta chirría al asomarse al pasillo, consciente de que ha de alcanzar la planta noble evitando las cámaras de vigilancia.
Arriba se escucha una conversación susurrada, se impone el sigilo. Adora sobresaltarlos por detrás, cuando los espejos no pueden delatarlo. Silencioso, se planta tras los americanos; cuando da las buenas noches esperando asustarlos, el más alto se gira con altivez.
—Ah, ahí está por fin. Qué servicio el de este hotel. Afuera espera el taxi, hágase cargo de nuestras maletas.