Milagros, los justos



El embalsamador jefe, agotado, dejó caer el frasco de ungüento sobre la mesa de operaciones. «No puede ser, logré este puesto porque jamás he fallado en mi labor», masculló. En veinticinco años de carrera, solo había obtenido menciones y parabienes. Sin embargo, con el diácono habían fracasado todas sus técnicas, tanto las clásicas como las innovadas por él mismo. Una sospecha se hizo hueco en su frustración. Giró en la silla para encarar el ordenador. Una clave tras otra le impedían el acceso al registro de procedencia. Con el hedor del cuerpo en sus fosas nasales, llamó a Ramírez, el subsecretario. «¡Qué diácono ni qué narices! Lo que tienes sobre tu mesa es un concejal multimillonario».
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