La furia de Alarico

reyes-godos

 

A Teo le gustaba el colegio a pesar de los deberes, del rechinar de tiza contra el encerado, del olor a humanidad de los pupitres y, sobre todo, de los recurrentes castigos corporales con los que Don Santiago se empeñaba a diario en corregir hasta lo incorregible.

—La lista de los reyes godos —preguntó el maestro alzando sus espesas cejas por encima de las gafas. Sigue leyendo

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Yo te veo y tú me oyes

Cementerios 004

Cuando el oftalmólogo le retiró la venda, no se había atrevido a abrir los ojos en un primer momento; eran demasiadas las decepciones. Solo al sentir el peso de una mano sobre el hombro, en una silenciosa oferta de ánimo pudo alzar los párpados. Sus párpados dieron lugar al abrirse al familiar resplandor y los cerró de golpe con furia, negando su desesperación. La operación, su última oportunidad, no había surtido efecto y le llevó más de una semana recuperar su rutina de inválido. Por eso le sorprendió tanto aquella llamada del INEM. ¿Una oferta de empleo pese a su ya perpetua incapacidad? De día estaba ciego por completo debido al exceso de luz y solo de noche podía soportar la claridad de la luna con unas gafas casi opacas. Sigue leyendo

El paraíso perdido

paraiso

Sem entró en la sala con el aguijón del frío de las losas en sus pies descalzos. La luz intensa, molesta en sus ojos habituados a la penumbra, le obligó a mantener la mirada baja. Sobre el estrado ante él, se materializó un avatar del Interventor Supremo, la inteligencia artificial alojada en el superordenador que todo lo gobernaba y a cuyos ojos cibernéticos nada podía esconderse. Sigue leyendo

No es un día cualquiera

sardinas

«Las facturas son la gruesa maroma que nos sujeta a la realidad».

K. Astur

La entresaca de folletos publicitarios y el rasgar de sobres con el esmalte de uñas exhausto son un ejercicio de obstinado apretar de dientes. Jorge arrastra las zapatillas por el linóleo hasta la encimera donde Amalia ha dejado caer al descuido el fajo de papeles que trae del buzón. Sigue leyendo

Lo que somos

Antes que con sus propios pies, Héctor recorre con la mirada la escalera que le separa de su destino después de trepar seis alturas en círculo. Corre el riesgo de caer agotado en algún descansillo, lejos de sus seres queridos. El calzado, sudoroso tras otro largo día de trabajo, es una losa aferrada a sus tobillos. Damián le dice a diario que deje de jugársela, que cualquier día le va a pasar algo, que no merece la pena, pero no hay sacrificio que no haría por Sofía, que se desvive en un trabajo a media jornada y se las apaña para cuidar de Junior. ¿Cómo podría él acomodarse a un cómodo horario sin horas extras ni pluses de riesgo, mientras ella se deja la vida por todos? Héctor es un hombre de honor, cumplirá su deber para con los suyos.

Una eternidad más tarde, se descalza en el felpudo y se cuela a oscuras, como siempre, para no despertarlos. Un vaso de leche apenas templada en el microondas antes de que suene la campanilla y a la cama sin pijama, que nunca lo encuentra a tientas.

Sofía duerme en paz con el rostro vuelto hacia el lado donde se acuesta Héctor, como si anhelara un beso. Ese sosiego que confirma en Héctor la certeza de que hace lo correcto. En cuanto apoya la cabeza en la almohada, exhausto, inicia un sereno ronquido de abandono sin notar que su esposa lo contempla a través de una rendija inadvertida de sus párpados, como hace todas las noches desde hace meses. Su Héctor, que jamás discute una orden y que apechuga siempre con lo peor. Lo ama demasiado para reprocharle sus ausencias a la salida del cole o que no pueda ayudarla con los deberes de Junior; para echarle en cara que haga sola la compra de la semana; que no haya abrazos en sus brazos para ella; que la pasión se haya diluido en el lento discurrir del agotamiento rutinario. Ojalá pudiera ella mostrar la misma abnegación sin queja, su capacidad de sacrificio silencioso. No le llega a la suela de los zapatos, en comparación, aunque es un pensamiento que se guarda para sí misma.

Junior de mayor quiere llamarse como su padre. Se ha despertado al escuchar el tropezón sigiloso de Héctor al entrar en su cuarto y trastabillar con uno de los cochecitos que, una vez más, no ha tenido tiempo de terminar de recoger. Se hace el dormido y deja que papá se vaya a dormir, aunque lo que le gustaría es contarle lo que ha hecho en el día y, sobre todo, a lo que ha jugado por la tarde después de los deberes. Era una persecución superchula, en la que los malos huían a toda caña, doce coches por lo menos, y al final a todos los atrapaba un solitario coche patrulla, el más rutilante de la colección, ese a cuyo volante se aferra, a diario, Héctor Hernandez Siguenza, su padre, que protagoniza todas las hazañas sobre el asfalto de su moqueta de rayas.


coches de juguete
Fuente: cochesguapos.com




Freak Show

Oscurecía sobre las colinas, dando al espectáculo un tinte morboso y, a la par, atrayente. Madre no había logrado quitarle de la cabeza, por muchos cachetes que empleara, el gusto por las rarezas extravagantes. Le había costado dormir la última semana mientras trataba de imaginar a los monstruos que sus ojos iban a contemplar. Las luces de gas mantenían el recinto con una razonable iluminación y su corazón latía al ritmo del organillo cuya música llegaba de todas partes sin que pudiera localizar su origen.
Achacó el temblor de sus manos al nerviosismo de la casi media hora que tuvo que esperar en la cola para entrar. Las rodillas le flojeaban cuando accedió al interior y pudo ver al fondo los diferentes habitáculos que encerraban las atracciones anunciadas. Decidió ser metódico y seguir un orden; no iba a perderse ninguna de ellas. Del antro de la mujer barbuda salió feliz, aunque algo espantado después de que le permitiera acercarse y tirar de la pelambrera que crecía en las mejillas de Madame Ambrose para comprobar su autenticidad. Se quedó boquiabierto con el hombre pulpo, capaz de manejar sus seis brazos con la soltura de un cefalópodo. Asistió con embeleso a la demostración del “hombre más fuerte del mundo”, en la cual levantaba sin pestañar a la monumental equilibrista Cleopatra con una sola mano, pero puede que fuera más por la indumentaria ligera de la joven y su tocado de reina egipcia. Después vinieron el hombre sin huesos, doblado en posturas imposibles, y el hombre de piedra, que detenía proyectiles de pistola con el pecho y se los extraía sin dolor aparente. Mientras contemplaba a la sirena nadar en su tanque de agua, seducido por el movimiento de sus branquias y la libertad de sus pechos al descubierto, la temperatura corporal de Wilson se disparó, le faltó aire en los pulmones y su organismo se vino abajo. Antes de la oscuridad total, escuchó dentro de su cerebro voces que tintineaban en un idioma que nunca antes había oído.
Cuando despertó, estaba rodeado de desconocidos, aunque tras examinar sus rostros con detenimiento, no dejaban de resultarle familiares. La mujer gruesa de cabellos ralos, por ejemplo, era la viva imagen de la barbuda, como si se hubiera rasurado de forma impecable. Allí estaban también el hombre forzudo, aunque su musculatura no parecía nada del otro barrio, y la sirena, tan bella como antes pero de pie sobre dos largas y torneadas piernas.
—¿Qué… qué os ha pasado? —preguntó Wilson entre carraspeos.
—Mejor dicho, qué te ha ocurrido a ti —comentó el hombre de piedra, cuya tez sonrosada desmentía sus capacidades—. Parece que te has desvanecido. No te preocupes, empero, ya estás recuperado. Podrás regresar a casa tan pronto te sostengas en pie. Tómate este reconstituyente de un trago —añadió ofreciéndole una taza humeante.
Wilson saboreó el brebaje y se sintió mejor casi de inmediato. Su mente flotaba todavía entre sus recuerdos de la función y lo que sus ojos le mostraban: un grupo de personas corrientes desenmascaradas. Se despidió de ellos con efusividad, tratando de ocultar su decepción.
En cuanto se hubo marchado, el hechizo se rompió y cada cual pudo retornar a su lugar de reposo. El hombre pulpo se despidió, con tres de sus extremidades, del forzudo que llevaba a Cleopatra sentada en su mano sin dificultad. La sirena nadó de vuelta en su pecera, aliviada de poder usar de nuevo esa cola que no soportaba dejar atrás. La última en marchar fue la mujer barbuda, mesándose la perilla que tanto le costaba disimular en presencia de los humanos.

El mago que no sabía hablar

Había aprendido de los mejores, su magia no tenía parangón. Sus maestros estaban impresionados. «Este muchacho tiene un potencial increíble» comentaba el Archimago Principal de la Orden de los Magos Parlanchines «pero si no aprende a hablar me veré obligado a expulsarlo».

El mago, Demiurgo de Tercer Nivel por méritos propios, sabía que se le acababa el tiempo. Deseaba tanto conseguir aquella preciosa túnica púrpura… Su abuelo y su padre habían pertenecido a la Orden de los Magos Parlanchines y antes que ellos su bisabuelo. Uno de los fundadores ni más ni menos. Sin embargo, él estaba a punto de romper la cadena y todo por aquel detalle sin importancia. ¿A quién le importaba que no supiera hablar? Con aquella preciosa túnica podría pasear por los pasillos de la Abadía de los Magos y pavonearse… sin palabras.

Le quedaba un último recurso. Era desesperado, es cierto, pero si lo hacía en el más absoluto secreto aquella invocación podría salvarle de la vergüenza absoluta.

Se encerró en el más lóbrego de los sótanos, aquel donde ni siquiera el Maestre de los Sicarios se atrevía a entrar. Cerró con mucho cuidado los siete cerrojos de las siete puertas y encendió siete candelabros de siete brazos. Dibujó con piel de serpiente y sangre de cordero una estrella de siete puntas. A continuación, desplegó sobre el atril de plata lunar, regalo de los Primeros Padres a la Universidad, y abrió aquel libro antiguo del que aseguraban que guardaba en su interior la sabiduría ancestral. El principio de todo conocimiento, lo que da forma a la realidad y puede retorcerla hasta cambiar su esencia: la palabra.

Con la capucha bajada sobre el rostro ceñudo por la concentración, a la cimbreante luz de las velas, dio comienzo al ritual:

«La eme con la a, ma. La eme con la e, me…».

Foto de familia

Martina llevaba el nombre de su abuelo y era lo único que había hecho por ella. Nunca logró comprender por qué llevaba el de un ser ausente y al que no se nombraba en casa, sobre todo desde que su padre, un alto cargo del partido en un Ministerio, discutiera con la tía Brígida. Sabía por sus primas que estaba vivo y que residía en el extranjero, pero poco más. Cuántas veces se preguntó, siendo una niña, por qué ella no podía, al igual que sus compañeras del colegio Santa Patricia, recibir dulces en Navidad o escuchar a su abuelo contarle un cuento. El bigotillo de su padre se fruncía ante la mera mención de su progenitor e, incluso, le propinó un sopapo el día de su Primera Comunión… Jamás le perdonó haber tenido que posar ante el altar con media cara enrojecida. Y se lo pagó con una actitud rebelde, sobre todo durante los años de universidad. Época de consignas revolucionarias ante hileras de uniformes grises.

«Parezco una anciana perdida en sus recuerdos», pensó Martina, mientras miraba, a través de la ventanilla del tren, los bosques cerrados. «Qué demonios hago aquí, dirigiéndome hacia un pueblo perdido en los Alpes, con la de trabajo que tengo pendiente en la notaria».
Nieta… Se había referido a ella como querida nieta y con sus letras demostraba saber de ella mucho más de lo que ella conocía sobre él. Porque Martina, harta de recibir silencios y negativas, encerró, en una caja de muñecas, su recuerdo junto a los restos de la infancia. En la misiva le rogaba que se reuniera con él, sin embargo, no explicaba los motivos que le impedían viajar a España ni el porqué de su distanciamiento secular. Solo había recibido de su abuelo más preguntas e incógnitas, además de aquel extraño llavín con el que no dejaba de juguetear. ¿Qué se había removido en sus entrañas para decidirse a viajar? Quería pensar que era un acto más de rebelión ante su padre, con el que hacía tiempo que no se hablaba, pero sabía, en lo más profundo de su alma, que había algo más. Tal vez una llamada de la sangre, un modo de cerrar heridas o de pasar esa página de su vida.

***

Su francés era más bien escaso y los lugareños no eran ni hospitalarios ni bilingües. Tuvo que hacer un esfuerzo en la estación para hacerse entender y pedir un taxi. No había tal cosa en el pueblo y, más por señas y gestos que por palabras, le dieron las señas de Pascal, que tenía voiture, palabra que sí había aprendido en las monjas. Con el sobre en la mano para mostrar la dirección que buscaba, llamó a la puerta del tal Pascal.
—¿Pascal? —preguntó con timidez Martina. No tenía claro si podría hacerse entender—. Je voulé…
—Entra, paisana. No te esfuerces tanto —contestó el hombre con rudeza. Martina se quedó en la puerta, renuente a entrar en el hogar de un extraño, aunque hablara español sin acento—. Puedes llamarme Pascual —añadió, adentrándose en la casa sin esperarla.
Se sentaron a la mesa de la cocina. Era rústica, pero estaba limpia y unos pimientos rojos se secaban en tiras colgados por encima de la chapa de leña. Martina se sintió a gusto, pese a todo.
—Siento mucho lo de tu abuelo, niña —dijo Pascual de sopetón y de golpe se quedo callado.
A Martina le temblaba el labio inferior y trató de resistir el escozor repentino en los ojos. Quiso convencerse de que era rabia por un viaje en balde.
—Entonces, ¿he llegado tarde? —preguntó en pugna con su propia voz.
Pascual asintió y echó mano al bolsillo, de donde sacó un paquete de Gauloises. Martina rechazó el cigarrillo ofrecido y él encendió uno con lentitud, mirando al techo, como si rebuscara entre sus recuerdos.
—Hacía días que el viejo Martín no bajaba al pueblo. Ni a comprar. —Dio una larga calada y continuó—: No me gusta molestar a nadie, pero se me hacía demasiado raro… Subí a la cabaña por primera vez desde que se la había alquilado.
»Lo encontré en su cama, con el rostro en calma. Está enterrado en el cementerio de la parroquia —añadió señalando con el pulgar a su espalda, como si Martina ya supiera dónde se situaba la iglesia.
Martina, sin saber por qué, sacó del bolso el sobre con la carta y se la mostró. «Él quiso que yo viniera a visitarlo, ¿sabe?», comentó a su anfitrión. Pascual se encogió de hombros.
—Me vendrá bien que alguien retire sus cosas. Si estás preparada, yo mismo te subiré en el coche.
***
Martina abrió la puerta de la cabaña. Los recuerdos de la ausencia se mezclaban con el polvo que el aire agitaba en la entrada. Se sintió como una intrusa. Una vez dentro, se demoró encendiendo, una por una, las lámparas del salón, recubierto de madera. Nadie hubiera dicho, ante el tosco aspecto del exterior, que aquello fuera algo más que un refugio alpino. Conforme la luz arrinconaba las sombras, Martina abría cada cajón en riguroso orden. Era una dilación voluntaria ante la llamada silenciosa que provenía del dormitorio, el retraso de un momento temido y ansiado al mismo tiempo. Volvió al salón y se sentó frente a la chimenea, ahora fría y desolada, como hubiera hecho él, sintiendo el peso de los años y de la historia viva. Sus ojos quedaron prendidos en la araña de cristales brillantes que colgaba del techo. De ahí pasaron a la biblioteca. ¿Qué mejor manera de conocerlo que a través de sus lecturas? Apoyó ambas manos en los reposabrazos para salir del mullido acomodo al que se había dejado llevar por unos minutos. Se entretuvo, con maniática insistencia, en cada cajón y balda de camino a la estantería. Un mechero de gasolina, necesitado de piedra y combustible, era el único objeto fuera de uso. El resto: pañuelos alineados, impolutos manteles o calzado bien lustrado parecían esperar a su dueño, como si, de un momento a otro, la puerta fuera abrirse y el abuelo, tras sacudirse la nieve de las botas, se acercara a descansar junto al fuego. ¿Por qué ese retiro remoto? ¿Qué verdad escondía esa cabaña de troncos? Martina dilataba las respuestas, mientras miraba la bien surtida colección de narrativa y pensamiento. Nada llamaba su atención. Con el acicate de una decepción anticipada, empujó el picaporte de la habitación, lugar en el que el abuelo pasó sus últimas noches. Como cabía esperar era un dormitorio espartano, una cama estrecha, la mesilla con su lamparita, un espejo con palangana… y debajo de la ventana, pegado a la pared, vio un cofre con un paño bordado sobre la tapa. Cogió la llave que tenía colgada al cuello y la deslizó con facilidad en la cerradura. Dudó unos instantes antes de abrirlo y contuvo la respiración cuando por fin lo hizo. Después de todo, no era más que un viejo álbum de fotos que reposaba sobre un uniforme de miliciano. Al abrirlo, cayó de entre las hojas un documento, tan ajado como las fotografías que lo acompañaban: la denuncia que lo había obligado al exilio, firmada por su propio hijo.

SANGRE HERÉTICA

Sangre herética


Mi objetivo brillaba para mí como un faro fosforescente en la oscuridad, entre las luces de la gran ciudad. Tres saltos más y estaría en la azotea del rascacielos de enfrente. Tenía una vista precisa de los ventanales tras los cuales se movía, creyéndose a salvo entre las sombras de su apartamento de alto standing. Mi amo me había prevenido: «Guárdate del astuto hechicero. Eres inmune a la magia, pero no lo subestimes ».
Me relamí los colmillos contemplando el resplandor de las velas en la estancia contigua. ¿Un pentáculo? Bah. ¿A qué esperar? Tensé los músculos para el salto definitivo y atravesé el ventanal con estrépito de esquirlas de vidrio. Su encantamiento de protección evitó que resultara herido, pero lo desactivó en cuanto posé mis cuartos traseros sobre su moqueta de lana.
—Te esperaba, demonio —dijo con una superioridad que estaba lejos de sentir.
—Lo sé. —Rugí en la lengua humana. El temblor de sus pupilas delataba su pavor.
—Quiero hacer un pacto contigo, Asmodeo.
—¿Qué puedes ofrecerme a cambio de tu existencia? Llevas tres siglos ocultando tu identidad entre los mortales, pero has enfadado a la gente equivocada.
—Te propongo un cambio de dieta…
—Soy un demonio cazador —interrumpí—. Tu carne me proporcionará placer suficiente.
—¿Y si te digo que tus limitaciones impiden el gozo de placeres que no imaginas? Sé que puedes adoptar forma humana. Hazlo y sígueme.
—No caeré en un truco tan burdo.
—¿Qué tienes que perder? No soy contrincante para ti…
Su zalamería no me engañaba, a la menor señal de trampa lo destrozaría de un zarpazo.
—No intentes nada. Puedo devorarte durante una agonía de horas. No te lo recomiendo.
La advertencia no cayó en saco roto. Hizo un gesto con las manos abiertas pidiendo una tregua. Me picaba la curiosidad y le seguí hasta la estancia en la que él encendió las velas mientras yo lo vigilaba. No se trataba de nigromancia, al fin y al cabo. Era un banquete.
—Debe tratarse de una broma. Te he dicho que soy un carnicero.
—Abre tus sentidos, en especial el del olfato. En esa forma humana eres sensible a los aromas más selectos.
No confiaba en él, mas tenía tiempo de sobra antes de regresar al Portal Infernal. Podía seguir su juego un rato, antes de… Fue como un choque, una lujuria de fragancias que invadieron mis fosas nasales. Venteé con las aletas de la nariz extendidas y me acerqué a la mesa. Él se alejaba con cada movimiento que yo hacía para rodear la mesa, llenando mi visión de colores y formas comestibles en las que jamás hubiera reparado. Había captado mi atención, aunque no lo perdía de vista con el rabillo del ojo. Estaba concentrado en la sinfonía de olores y perfumes prometedores. ¿Y si tenía razón? Cogí un fruto encarnado que rellenaba mi palma como si formara parte de ella. Acaricié la pelusilla de su piel y volví a olerla. Era la quintaesencia de los efluvios. Me atrapaba y me seducía. Temía el momento en que tendría que retornar a la pestilencia del tercer infierno donde residía entre invocaciones. ¿Cómo había podido vivir alejado de perfumes tan sublimes? En medio del éxtasis que me embargaba, percibí el sudor en la frente despejada del hechicero durante la tensa espera.
Me lancé a un frenesí de glotonería. Los sabores, hasta ahora desconocidos, multiplicaban las sensaciones olfativas. Por Lucifer. Empezaba a pensar que lo del Averno era realmente una condena. No había cosas así allá abajo. Mi presa sabía lo que se hacía. Cuando mis sentidos amenazaban con saturarse, se abrió una puerta al fondo. Me puse en guardia de inmediato, dispuesto a pagar con sangre ajena cualquier emboscada. Sin embargo, nuevas sorpresas me aguardaban. Dos mujeres completamente desnudas entraban en la estancia ejecutando con sensualidad los pasos de una melodía que se insinuaba a través de altavoces ocultos. Me quedé en cuclillas sobre la mesa, desde donde podía saltar a la menor señal de traición. Ambas bellezas continuaban su danza sin que mi actitud recelosa las sorprendiera lo más mínimo. Se acercaron por turnos, sin dejar de contonearse al ritmo de esa música que llenaba mis oídos de sensaciones novedosas, desplegando ante mis ojos cada pliegue, cada curva de sus cuerpos flexibles. Tampoco dieron muestras de inquietud cuando, más relajado, me incliné sobre el vientre de la más alta, que en ese momento se estiraba como un felino sobre el tablero de la mesa y abrí mi olfato a un nuevo universo sensorial. Lo que me brotaba del bajo vientre no era ya el furor vengativo o el ansia del cazador nato. Era un calor desconocido, que vigorizaba mi espíritu en cada pulgada de piel. Cada bocanada aceleraba mi respiración conforme mi nariz, ese apéndice diminuto y ridículo capaz de hazañas imposibles para mi hocico diabólico, se deslizaba sin reparos por cada rincón de la joven que pareciera digno de ser explorado. Su compañera de actuación pareció prestarse de buen grado al juego y tuve así la ocasión de poder gozar del solaz de las comparaciones.
—¿Y bien…? —Me interrumpió con osadía el mago. Se estaba confiando.
Con un rugido sincero, detuve el arrebato a regañadientes. Debería haberlo matado por su atrevimiento. Había cumplido lo que ofrecía y, sin embargo… En menos de lo que tarda un pensamiento, tenía mi cara pegada a la suya. Leía el terror en su mirada, incapaz de suplicar por su vida. Había recuperado mi ser demoniaco y le amenacé con una sonrisa llena de colmillos.

Los dedos de una mano, insípidos y sin aroma, eran un justo precio. A mí me lo parecía y, al fin y al cabo, era yo quien tomaba las decisiones. Una mutilación tan insignificante no lo mataría y si me iba a quedar en ese plano de existencia renegando de mis orígenes, sería mejor que contara con alguien que me iniciase en la gastronomía y demás placeres de la vida humana.

FUEGO EN LAS ENTRAÑAS

Empieza el solsticio de verano, qué hermosas están las ramas de nuestro árbol mientras los rayos del sol se filtran entre las hojas. Os dejo este relato del Tintero Virtual de Netwriters. Disfrutadlo.

 

Fuego en las entrañas

No podía apartar la mirada de los ojos de su madre, tenían una cualidad hipnótica, una tonalidad de verde frondoso que, según ella le había dicho más de una vez, era excepcional entre los suyos.
—Madre, ¿cómo murió padre? —le preguntó no por primera vez en su vida. Lo había intentado antes, sin éxito. Aquel día, en cambio, ella suspiró y le dio contestación:
—Fue un día como el de hoy. Salió de caza y se encontró con una partida de caballeros del Conde. Luchó con bravura —hizo una pausa durante la cual cerró sus ojos de esmeralda—, se llevó a muchos por delante y murió como un valiente. Hoy solo estamos tú y yo.
Se estableció el silencio entre ambos. De algún modo, intuía que el hecho de que se lo contara suponía algún tipo de cambio. Había dejado de ser un crío y tendría que empezar a afrontar la vida como adulto.
—¿Te vas, madre? —preguntó cuando la vio salir de la cueva que les servía más de refugio que de hogar.
—Estarás hambriento, mi pequeño…
—¡Ya no soy pequeño! —protestó el joven—. Puedo salir a cazar.
—Deja que cace para ti una última vez, te lo ruego. —Seguía teniendo ese tono maternal, capaz de calmar todas las sombras y pesares.
***
Las horas de la noche dieron paso al clareo del amanecer y la madre no había regresado. Empezaba a inquietarse de veras, aunque un adulto jamás hiciera tal cosa. Se le hizo un nudo en las entrañas, un calor que elevaba la temperatura de su cuerpo, que agolpaba imágenes de días de gloria en los relatos que le contaba antes de enviarlo a dormir. Si él pudiera hacer que retornaran esos tiempos… Las convulsiones hinchaban su vientre y lo contraían con violencia.
—Madre… —Nadie le había preparado para esto, la necesitaba más que nunca. Se sintió solo hasta la nausea
***
Pasos apresurados en la entrada de la caverna, un griterío a las afueras. Algo malo estaba sucediendo, algo terrible.
Madre se asomó por fin en el reducto, pero tenía la mirada opaca y tenía sangre tanto en la boca como en el cuello.
—Huye, mi pequeño, vienen a la última cacería, armaduras y lanzas de punta mortal. ¡Huye, hijo mío!
—Madre, ¿qué te han hecho? —le preguntó lleno de angustia.
—Yo los entretendré. Recuerda la salida del arroyo que canta. No creo que la conozcan, pero es demasiado angosta para mi cuerpo. Tienes una oportunidad de escapar.
El dolor en las entrañas era puro ardor, le hacía doblarse, una quemazón que amenazaba con romper piel y hueso y arrojarse al exterior como metal fundido.
—Madre, mis tripas… es fuego…
El rostro maternal resplandeció una vez más, era puro orgullo.
—Es la hora, hijo mío. Razón de más para que huyas, eres el último de una estirpe milenaria, Márchate, amor mío.
Se rompió por dentro. Era un volcán a punto de erupción y, a la vez, era furia, odio ardiente y desesperación. El ansia de venganza por su pueblo perdido, el vacío de su porvenir, la soledad a la que se veía abocado.
—No, madre. Lucharé y moriré como padre. Derramaré mi fuego sobre los humanos, porque soy el último de los dragones.