Otra Margarita

Desde hace algún tiempo, no suelo colgar relatos en la página. Para esto está el blog en el que publico cada dos semanas. Sin embargo, esta semana, y aprovechando que este texto resultó ganador en el Tintero Virtual de la red social de escritores Netwriters, he querido compartirlo con vosotros. Se trata de un relato breve al que tengo especial cariño. Lo escribí allá por el 2014 en el Taller de escritura Alfa y la propuesta era escribir sobre algún cuadro de los que nos presentaban. Escogí esta obra de Sorolla porque de inmediato me sentí atraído por esa figura central que representaba el desvalimiento más absoluto. De paso, aprovecho para recordar mi primera novela, «El libro de las historias fingidas» en el que apareció publicado por primera vez. Disculpadme si me he puesto un tanto nostálgico.

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Otra Margarita – Sorolla

El mentón reposa sobre el broche de la toquilla, las manos se abandonan sobre el regazo, vencidas por el hierro de las argollas. Se sabe condenada de antemano, antes del juicio que espera con resignación, ajena a los ojos de sus custodios, rancios alientos de tabaco y vino con capote verde. Resbala la mirada por un vestido tan deshecho como sus esperanzas. La única venia que espera del juez es que no la lleven al cadalso con esta ropa ajada de celda y lágrimas secas.

En el banco de enfrente aguardan las meretrices. Entraron con estridencia, dedicándose toda suerte de apelativos soeces y haciendo gestos lascivos hacia los guardias, que las han ignorado con el aburrimiento de la rutina. También a ella, a Margarita, han dedicado burlas y pullas hasta que, finalmente, se han contagiado de su silencio. Ahora callan o se hablan entre susurros. Saben quién es, no queda nadie en la ciudad que lo ignore. No matas a un marqués y te abandonas al abismo del olvido. ¿Qué importan los motivos? Él era un Grande, ella una insignificante vendedora de cerillas en un elegante bodegón. Tenía hambre, frío, y nada con que pagar el cuartucho de la pensión de la Venancia. Cómo resistir la sonrisa melosa, el porte señorial de bastón con pomo de oro del de verdad. «Chiquilla, estás tiritando…, pero… ¿tú has comido?»

Las promesas se las llevó el viento, junto con su virtud, obligada a soportar toda clase de actos aberrantes encerrada en un sótano. Vístete con esto, ahora quítatelo. ¿Sabes para qué sirve esto, niña? Las risas escandalosas de los invitados a sesiones privadas, el olor a licor y a puro, las marcas en la piel… y las horas malditas en la penumbra de la mazmorra, a la espera del siguiente martirio. Los recuerdos de Ciluengos, su pueblo natal, eran el único refugio para aferrarse a la cordura.

Levanta la vista y se gira para mirar a los guardias. Un vaso de agua, unas palabras, cualquier cosa mejor que el escrutinio de las muchachas, el silencio de las tablas del solado o la niebla de unos recuerdos que sangran.

Virgencita de los desamparados, que termine ya, que acabe el garrote con este horror. No quiere revivir de nuevo el día que, convencido de su docilidad, el marqués de Rosamora se dejó atar a los barrotes del camastro con ropas de seda, convencido de haber hallado un filón de gozo diferente. Se dejó hacer. Cada corte, el pago por una vejación; cada golpe, justa retribución por cada risa humillante.

Margarita, asesina confesa con alevosía y ensañamiento, mueve por fin las manos. Las desliza por un vientre que creía yermo. Quiera el buen Dios que nadie se percate, que el verdugo sea diestro y se lleve así con ella, el último recuerdo del marqués de Rosamora.

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No es un día cualquiera

sardinas

«Las facturas son la gruesa maroma que nos sujeta a la realidad».

K. Astur

La entresaca de folletos publicitarios y el rasgar de sobres con el esmalte de uñas exhausto son un ejercicio de obstinado apretar de dientes. Jorge arrastra las zapatillas por el linóleo hasta la encimera donde Amalia ha dejado caer al descuido el fajo de papeles que trae del buzón. Sigue leyendo

Bienvenidos de nuevo a la Generación Subway

 

Auspiciado por la editorial Playa de Ákaba, ya está disponible una nueva antología de la Generación Subway (Narrativa y Poesía en dos volúmenes independientes) que este año cuenta con un número mayor de autores y, por lo tanto, muchas más obras.

Lo tenéis disponible en papel en la propia página de Playa de Ákaba en edición francesa y, sobre todo, limitada, por lo que os recomiendo que lo pidáis antes de que se agote. Más adelante, estará disponible para su descarga en libro digital.

Participo en el volumen de narrativa breve con un relato que lleva el título de «El extraño viaje de Nemesio Abreu». Espero que os guste.

 

Relatos y poesías con la metáfora del metro, de lo subterráneo, autores comprometidos con lo digital y las redes, la deshumanización, la soledad y el aislamiento del individuo. La crisis, el autismo internáutico, la soledad, la muerte, la memoria, el alma vacía, el viaje y las ausencias serán temas recurrentes en todo su trabajo
La Generación Subway está impulsada por los escritores David Yeste, Rosario Curiel, Anamaría Trillo y Noemí Trujillo y este año contará con una presencia activa en Getafe Negro.
Bienvenidos al mundo oscuro de la Generación Subway.

Eden Ranch – Premio de relato Terbi 2015

Ya está disponible para su descarga el fanzine nº 10 de la Terbi (Tertulia de Ciencia Ficción, Terror y Fantasía de Bilbao) con los relatos finalistas y el ganador del V Certamen de relato temático.

El contenido del fanzine es:

Noticias de la TerBi – Jornada TerBi 9-5-2015

Fallo V Premio Temático “Mundo Envejecido

Relatos del Certamen TerBi:
– “Eden Ranch” de Pedro Pablo de Andrés Correas
– “El gran crucero” de Abel Amutxategi Ortega
– “Extensior” de Christian Klein
– “Fluido Vital” de Isaac Correa
– “La cola de lagartija” de Ferrán Varela Navarro
– “Morituri te salutant!” de Vicente Hernándiz López

Actividades e iniciativas de la TerBi

Se puede descargar en su blog.  

Crónica de un txupinazo – Aste Nagusia 2015

Este es el relato con el que he participado en la última edición del Certamen Internacional Aste Nagusia de 2015. He querido esperar a sacarlo del baúl a una fecha especial: el día de comienzo de la Semana Grande de Bilbao. Espero que os guste.

Nueve días

Mari Jaia en el txupinazo. Relato del Certamen Internacional Aste Nagusia 2015
https://astenagusi.wordpress.com/
Las mariposas que le corrían por el vientre han quedado tan desmadejadas como ella después de revolotear entre las sábanas que le cubren medio cuerpo. Le gusta esa combinación de calor saciado y escalofrío de piernas y brazos al descubierto. No se pregunta si debe esconder la mirada con discreción cuando, con el trasero al aire, su amante ocasional cruza la habitación a saltitos para entrar en el cuarto de baño. ¿Por qué habría de hacerlo? Si ella lo ha estado permitiendo, si casi lo ha fomentado en más de un sentido, hora es de predicar con el ejemplo. Mientras él canturrea en el aseo, ella medita en silencio y llega a la conclusión de que ha merecido la pena. Por primera vez, se ha saltado todas las costumbres y no se arrepiente. Se enfrentará a quien sea, pero tenía que saber cómo es conocer a un hombre guapo y seducirlo. ¿Y qué si ha elegido a uno casado? Sabe, los dos lo saben, que va para unos días como máximo, que lo suyo no tiene futuro. Lo asumen con mentalidad de disfrutarlo mientras puedan. Acaba de pasar las mejores horas de su existencia en una noche de viernes que jamás olvidará. Allá él y su vida. Ella no tiene por qué esconderse.

Amanece el sábado, dieciséis de agosto, el día en que se perderá el primer txupinazo de su vida. Es mediodía y aún retoza en la cama con pereza de sexo satisfecho. Él ha salido temprano. Ni siquiera recuerda su nombre y él tampoco ha querido quedarse a desayunar. Lo entiende. Se debe a su familia, aunque no por ello ha dolido menos. ¿Será siempre así? No se ha enamorado, eso sí que tendría gracia. Es más bien la acumulación de sensaciones en un cuerpo que por fin se ha visto colmado. Ahora mismo no podría con otro asalto, está felizmente exhausta. Razón de más para que ninguna nostalgia sea comprensible. Es hora de salir de la habitación del hotel Abando. No ha escuchado el estallido en sus oídos, sino que ha palpitado en su pecho. Consumatum est. Se pregunta cómo habrán sido esos momentos en los que, tras la tensión acumulada durante el pregón, el txupinazo descorcha el espíritu festivo. La txupinera ha dado comienzo a la Aste Nagusia y, aunque le da miedo saber, no consigue vencer el impulso de salir a comprobarlo.

Colón de Larreategui es ya una calle repleta de gente. Aún falta una hora para la apertura de txosnas, pero tanto los bilbaínos como los numerosos visitantes están hambrientos de descubrir lo que la Semana Grande esconde para los próximos nueve días, de anticipar la fiesta en toda su extensión. Conforme se acerca al Arenal, bajando el puente a través de una verdadera marea humana, detecta los primeros detalles: la gente habla en corros sin alzar la voz, a pesar de tener que competir con los altavoces que emiten a todo volumen la segunda o tercera versión de Badator Marijaia de Kepa Junquera. Algo ha sucedido durante el txupinazo. Hay luces de policía y alguna sirena policial en medio del revuelo que se intuye en el Teatro Arriaga. El Arenal está lleno de una hostilidad que solo ella puede sentir, como si de pronto, todos los desconocidos que la rodean fueran a señalarla con el dedo como culpable de lo ocurrido allí. No ha sido buena idea. Decide cambiar de rumbo y retrocede lo justo para bajar por la rampa hacia el muelle de Ripa. En su pecho pugnan su amor por las fiestas y la sensación de que es una extraña que solo viaja al Botxo para vivir la Aste Nagusia. ¿Acaso no es todo una gran mentira hipócrita? La diversión se convierte en ceniza en su boca. Solo de pensar en acudir a los eventos de costumbre, los toros, la bajada de las comparsas o los concursos gastronómicos, le atenaza una náusea en las entrañas, esas que vibraban en la habitación del hotel tan solo unas horas antes. Eso sí que no se lo quita nadie. Se siente mujer como nunca antes, con pleno derecho sobre su cuerpo, sin que nadie decida por ella o le diga dónde y a qué hora debe estar. Reconfortada, continúa su paseo y descubre rincones que, en los años pasados, no ha tenido tiempo de admirar. La Universidad de Deusto o los puentes sobre la ría; los flamantes rascacielos y los jardines que la jalonan. Ese Bilbao, su Bilbao, que es futuro.

El paseo es revitalizante. Se cruza con turistas de todas clases, la brisa alivia el calor y aleja de su mente las preocupaciones para quedarse con el sentimiento de libertad, de la caricia ávida sobre la aspereza de su amante, de la excitación de lo clandestino. ¿Podrá volver a disfrutarlo? Da media vuelta. Quiere regresar al hotel, darse un largo baño y bajar a cenar. Le han recomendado las mollejas y ya casi puede saborearlas mientras rodea la pasarela del Zubizuri. Y después, volver a encontrarse con él. Le ha prometido un par de horas robadas a su familia. La punzada culpable dura tan solo un segundo, lo que tarda en recordar el ronco gemido de placer en su oído. Por un rato, casi se olvida de todo.

Se ha desviado para ver el interior del gimnasio en el complejo de las torres de Isozaki. En los enormes ventanales puede ver el reflejo de dos rostros que, por anodinos, reconocería en cualquier parte. Están de nuevo tras su pista, si es que la han abandonado en algún momento. Pero no, Él no le habría permitido seguir con esta bella locura de saber que… Ella está atada a Él de por vida, por la promesa de su propia madre. Sube corriendo las escaleras en dirección a Mazarredo, en un vano intento por despistarlos. Si consigue llegar al Arenal puede perderse entre el gentío, pero está demasiado lejos. Angustiada, aviva el paso hacia los Jardines de Albia. Tal vez pueda confundirse con los que alternan entre las txosnas del Palacio de Justicia, el Café Iruña y el ambiente de la calle Ledesma. Ya lo divisa cuando deja atrás el Colegio de Abogados. La esperanza acaricia sus mejillas como la brisa de la ría hace tan solo unos minutos. En vano. Dos manos férreas la sujetan por ambos antebrazos. Para ella ha terminado la Aste Nagusia. Su momento de gloria.

Hace generaciones que no ha estado en su presencia, pero no ha olvidado lo imponente que llega a ser, lo diminuta que la hace sentir.

—No voy a suplicar tu perdón —dice con una valentía que no siente—. Haz de mí lo que creas conveniente, mas no hallarás arrepentimiento.

—Mi dulce Mari, sabes que te quiero como a la hija que nunca he tenido. Sabes, también, que no fue por mi voluntad que quedaras atada a las montañas, a cambiar de residencia cada siete años. Desde tu morada en la cara este del Anboto, has atendido a tus fieles y los ayudado a vencer a mi oscuridad con la eguzkilore, la flor del sol. Una y otra vez he permitido que impartas justicia y castigues la mentira. Eres libre de ir y venir por tus dominios.

Ella asiente cabizbaja. Sabe lo que viene a continuación. La voz tonante se tiñe de la impaciencia de siempre.

—A cambio, solo te he exigido cada año nueve días de tu vida, que desciendas a la ciudad y permitas a los seres humanos gozar de la fiesta y, a ser posible, liberar su bajos instintos para olvidarse de sus problemas por unas horas. Y ahora decides que esos días son demasiado, que han de ser también para ti. ¿Cómo puedes ser tan egoísta?

—¿Egoísta dices? —estalla Mari. Da por buenas las breves horas vividas en auténtica libertad, bajo la amenaza, sí, pero dueña de su destino—. Es la primera vez que me he sentido viva de verdad. No he hecho sino servir desde mi concepción. ¿Acaso es tanto pedir? Solo quería probar unas gotas de ese elixir que es la vida…

Su mirada le pesa, no le queda más remedio que encogerse. Es demasiado poderoso. Un solo pensamiento y ella desaparecería para siempre, incluso del recuerdo de sus cada vez más escasos fieles. «No me lo puede quitar todo. Esas horas han sido solo mías». Se prepara para la tormenta que se cierne y, por ello, se sorprende cuando la voz que le habla es ahora paternal.

—Los tiempos cambian. Tal vez sea hora de que nos pleguemos a sus corrientes. —Hace una pausa, parece resistirse a su propia decisión—. Esto es lo que harás y no hace falta que te diga que no es negociable. Volverás y serás el alma de la fiesta como lo has venido siendo hasta ahora. A cambio, podrás vivir la vida a tu aire durante otros nueve días, antes de regresar a tus montañas. Que el fuego que da fin a las festividades sea el de tu liberación. Así sea. Ahora…, fuera de mi vista.

Los bilbaínos suspiran aliviados ante la noticia: en las horas que siguen al amanecer del lunes de Aste Nagusia, en los almacenes del Teatro Arriaga han hallado a Marijaia, desaparecida desde el viernes. El txupinazo no fue el mismo sin ella, pero ahora podrán seguir disfrutando de su Semana Grande.

El mago que no sabía hablar

Había aprendido de los mejores, su magia no tenía parangón. Sus maestros estaban impresionados. «Este muchacho tiene un potencial increíble» comentaba el Archimago Principal de la Orden de los Magos Parlanchines «pero si no aprende a hablar me veré obligado a expulsarlo».

El mago, Demiurgo de Tercer Nivel por méritos propios, sabía que se le acababa el tiempo. Deseaba tanto conseguir aquella preciosa túnica púrpura… Su abuelo y su padre habían pertenecido a la Orden de los Magos Parlanchines y antes que ellos su bisabuelo. Uno de los fundadores ni más ni menos. Sin embargo, él estaba a punto de romper la cadena y todo por aquel detalle sin importancia. ¿A quién le importaba que no supiera hablar? Con aquella preciosa túnica podría pasear por los pasillos de la Abadía de los Magos y pavonearse… sin palabras.

Le quedaba un último recurso. Era desesperado, es cierto, pero si lo hacía en el más absoluto secreto aquella invocación podría salvarle de la vergüenza absoluta.

Se encerró en el más lóbrego de los sótanos, aquel donde ni siquiera el Maestre de los Sicarios se atrevía a entrar. Cerró con mucho cuidado los siete cerrojos de las siete puertas y encendió siete candelabros de siete brazos. Dibujó con piel de serpiente y sangre de cordero una estrella de siete puntas. A continuación, desplegó sobre el atril de plata lunar, regalo de los Primeros Padres a la Universidad, y abrió aquel libro antiguo del que aseguraban que guardaba en su interior la sabiduría ancestral. El principio de todo conocimiento, lo que da forma a la realidad y puede retorcerla hasta cambiar su esencia: la palabra.

Con la capucha bajada sobre el rostro ceñudo por la concentración, a la cimbreante luz de las velas, dio comienzo al ritual:

«La eme con la a, ma. La eme con la e, me…».

Foto de familia

Martina llevaba el nombre de su abuelo y era lo único que había hecho por ella. Nunca logró comprender por qué llevaba el de un ser ausente y al que no se nombraba en casa, sobre todo desde que su padre, un alto cargo del partido en un Ministerio, discutiera con la tía Brígida. Sabía por sus primas que estaba vivo y que residía en el extranjero, pero poco más. Cuántas veces se preguntó, siendo una niña, por qué ella no podía, al igual que sus compañeras del colegio Santa Patricia, recibir dulces en Navidad o escuchar a su abuelo contarle un cuento. El bigotillo de su padre se fruncía ante la mera mención de su progenitor e, incluso, le propinó un sopapo el día de su Primera Comunión… Jamás le perdonó haber tenido que posar ante el altar con media cara enrojecida. Y se lo pagó con una actitud rebelde, sobre todo durante los años de universidad. Época de consignas revolucionarias ante hileras de uniformes grises.

«Parezco una anciana perdida en sus recuerdos», pensó Martina, mientras miraba, a través de la ventanilla del tren, los bosques cerrados. «Qué demonios hago aquí, dirigiéndome hacia un pueblo perdido en los Alpes, con la de trabajo que tengo pendiente en la notaria».
Nieta… Se había referido a ella como querida nieta y con sus letras demostraba saber de ella mucho más de lo que ella conocía sobre él. Porque Martina, harta de recibir silencios y negativas, encerró, en una caja de muñecas, su recuerdo junto a los restos de la infancia. En la misiva le rogaba que se reuniera con él, sin embargo, no explicaba los motivos que le impedían viajar a España ni el porqué de su distanciamiento secular. Solo había recibido de su abuelo más preguntas e incógnitas, además de aquel extraño llavín con el que no dejaba de juguetear. ¿Qué se había removido en sus entrañas para decidirse a viajar? Quería pensar que era un acto más de rebelión ante su padre, con el que hacía tiempo que no se hablaba, pero sabía, en lo más profundo de su alma, que había algo más. Tal vez una llamada de la sangre, un modo de cerrar heridas o de pasar esa página de su vida.

***

Su francés era más bien escaso y los lugareños no eran ni hospitalarios ni bilingües. Tuvo que hacer un esfuerzo en la estación para hacerse entender y pedir un taxi. No había tal cosa en el pueblo y, más por señas y gestos que por palabras, le dieron las señas de Pascal, que tenía voiture, palabra que sí había aprendido en las monjas. Con el sobre en la mano para mostrar la dirección que buscaba, llamó a la puerta del tal Pascal.
—¿Pascal? —preguntó con timidez Martina. No tenía claro si podría hacerse entender—. Je voulé…
—Entra, paisana. No te esfuerces tanto —contestó el hombre con rudeza. Martina se quedó en la puerta, renuente a entrar en el hogar de un extraño, aunque hablara español sin acento—. Puedes llamarme Pascual —añadió, adentrándose en la casa sin esperarla.
Se sentaron a la mesa de la cocina. Era rústica, pero estaba limpia y unos pimientos rojos se secaban en tiras colgados por encima de la chapa de leña. Martina se sintió a gusto, pese a todo.
—Siento mucho lo de tu abuelo, niña —dijo Pascual de sopetón y de golpe se quedo callado.
A Martina le temblaba el labio inferior y trató de resistir el escozor repentino en los ojos. Quiso convencerse de que era rabia por un viaje en balde.
—Entonces, ¿he llegado tarde? —preguntó en pugna con su propia voz.
Pascual asintió y echó mano al bolsillo, de donde sacó un paquete de Gauloises. Martina rechazó el cigarrillo ofrecido y él encendió uno con lentitud, mirando al techo, como si rebuscara entre sus recuerdos.
—Hacía días que el viejo Martín no bajaba al pueblo. Ni a comprar. —Dio una larga calada y continuó—: No me gusta molestar a nadie, pero se me hacía demasiado raro… Subí a la cabaña por primera vez desde que se la había alquilado.
»Lo encontré en su cama, con el rostro en calma. Está enterrado en el cementerio de la parroquia —añadió señalando con el pulgar a su espalda, como si Martina ya supiera dónde se situaba la iglesia.
Martina, sin saber por qué, sacó del bolso el sobre con la carta y se la mostró. «Él quiso que yo viniera a visitarlo, ¿sabe?», comentó a su anfitrión. Pascual se encogió de hombros.
—Me vendrá bien que alguien retire sus cosas. Si estás preparada, yo mismo te subiré en el coche.
***
Martina abrió la puerta de la cabaña. Los recuerdos de la ausencia se mezclaban con el polvo que el aire agitaba en la entrada. Se sintió como una intrusa. Una vez dentro, se demoró encendiendo, una por una, las lámparas del salón, recubierto de madera. Nadie hubiera dicho, ante el tosco aspecto del exterior, que aquello fuera algo más que un refugio alpino. Conforme la luz arrinconaba las sombras, Martina abría cada cajón en riguroso orden. Era una dilación voluntaria ante la llamada silenciosa que provenía del dormitorio, el retraso de un momento temido y ansiado al mismo tiempo. Volvió al salón y se sentó frente a la chimenea, ahora fría y desolada, como hubiera hecho él, sintiendo el peso de los años y de la historia viva. Sus ojos quedaron prendidos en la araña de cristales brillantes que colgaba del techo. De ahí pasaron a la biblioteca. ¿Qué mejor manera de conocerlo que a través de sus lecturas? Apoyó ambas manos en los reposabrazos para salir del mullido acomodo al que se había dejado llevar por unos minutos. Se entretuvo, con maniática insistencia, en cada cajón y balda de camino a la estantería. Un mechero de gasolina, necesitado de piedra y combustible, era el único objeto fuera de uso. El resto: pañuelos alineados, impolutos manteles o calzado bien lustrado parecían esperar a su dueño, como si, de un momento a otro, la puerta fuera abrirse y el abuelo, tras sacudirse la nieve de las botas, se acercara a descansar junto al fuego. ¿Por qué ese retiro remoto? ¿Qué verdad escondía esa cabaña de troncos? Martina dilataba las respuestas, mientras miraba la bien surtida colección de narrativa y pensamiento. Nada llamaba su atención. Con el acicate de una decepción anticipada, empujó el picaporte de la habitación, lugar en el que el abuelo pasó sus últimas noches. Como cabía esperar era un dormitorio espartano, una cama estrecha, la mesilla con su lamparita, un espejo con palangana… y debajo de la ventana, pegado a la pared, vio un cofre con un paño bordado sobre la tapa. Cogió la llave que tenía colgada al cuello y la deslizó con facilidad en la cerradura. Dudó unos instantes antes de abrirlo y contuvo la respiración cuando por fin lo hizo. Después de todo, no era más que un viejo álbum de fotos que reposaba sobre un uniforme de miliciano. Al abrirlo, cayó de entre las hojas un documento, tan ajado como las fotografías que lo acompañaban: la denuncia que lo había obligado al exilio, firmada por su propio hijo.