Regresar de la #Hispacon2017 (lo sé, tengo la crónica pendiente) y que te ofrezcan ser el artista invitado en un evento en Madrid es como no haber salido de un sueño. Gracias a Rosa María Berlanga esta noche apareceré por Tapas y Fotos en Lavapiés con la juglaría a cuestas dispuesto a entretener al respetable con una selección de relatos breves. Además, estaré rodeado de mis invitados (el novelista Tito Álvarez, la editora Marga G. Pacios, la poeta Ángeles Fernangómez y las escritoras Carmen Fabre y Lydia Cotallo) y en el apartado musical, el dúo «Esto nuestro» (Eva del Río y Antonio Santiago) y Julio Hernández, el «negrosexual». Si hubiera tenido que pedirlo a una estrella, no me habría salido mejor. Os espero (y ya tengo dos crónicas pendientes…).
relato corto
Deja que Bilbao te cuente…
El pasado 20 de julio se presentó la antología Deja que Bilbao te cuente en el hotel Abando de Bilbao, un libro que recoge los relatos premiados y seleccionados en el pasado Certamen de relato Aste Nagusia. Tuve el honor de recibir de manos de los representantes de la Compañía Gargantúa de Bilbao la botella que me acredita como accésit de relato junto a la ganadora del mismo Idoia Ibarrondo. Además, comparto publicación, además de con otros compañeros, con mi hermana Elena que escribió un entrañable relato que fue seleccionado para aparecer en la antología. ¿Qué más se puede pedir? Bueno sí, ganarlo… Habrá que intentarlo de nuevo el año que viene.
Otra Margarita
Desde hace algún tiempo, no suelo colgar relatos en la página. Para esto está el blog en el que publico cada dos semanas. Sin embargo, esta semana, y aprovechando que este texto resultó ganador en el Tintero Virtual de la red social de escritores Netwriters, he querido compartirlo con vosotros. Se trata de un relato breve al que tengo especial cariño. Lo escribí allá por el 2014 en el Taller de escritura Alfa y la propuesta era escribir sobre algún cuadro de los que nos presentaban. Escogí esta obra de Sorolla porque de inmediato me sentí atraído por esa figura central que representaba el desvalimiento más absoluto. De paso, aprovecho para recordar mi primera novela, «El libro de las historias fingidas» en el que apareció publicado por primera vez. Disculpadme si me he puesto un tanto nostálgico.

El mentón reposa sobre el broche de la toquilla, las manos se abandonan sobre el regazo, vencidas por el hierro de las argollas. Se sabe condenada de antemano, antes del juicio que espera con resignación, ajena a los ojos de sus custodios, rancios alientos de tabaco y vino con capote verde. Resbala la mirada por un vestido tan deshecho como sus esperanzas. La única venia que espera del juez es que no la lleven al cadalso con esta ropa ajada de celda y lágrimas secas.
En el banco de enfrente aguardan las meretrices. Entraron con estridencia, dedicándose toda suerte de apelativos soeces y haciendo gestos lascivos hacia los guardias, que las han ignorado con el aburrimiento de la rutina. También a ella, a Margarita, han dedicado burlas y pullas hasta que, finalmente, se han contagiado de su silencio. Ahora callan o se hablan entre susurros. Saben quién es, no queda nadie en la ciudad que lo ignore. No matas a un marqués y te abandonas al abismo del olvido. ¿Qué importan los motivos? Él era un Grande, ella una insignificante vendedora de cerillas en un elegante bodegón. Tenía hambre, frío, y nada con que pagar el cuartucho de la pensión de la Venancia. Cómo resistir la sonrisa melosa, el porte señorial de bastón con pomo de oro del de verdad. «Chiquilla, estás tiritando…, pero… ¿tú has comido?»
Las promesas se las llevó el viento, junto con su virtud, obligada a soportar toda clase de actos aberrantes encerrada en un sótano. Vístete con esto, ahora quítatelo. ¿Sabes para qué sirve esto, niña? Las risas escandalosas de los invitados a sesiones privadas, el olor a licor y a puro, las marcas en la piel… y las horas malditas en la penumbra de la mazmorra, a la espera del siguiente martirio. Los recuerdos de Ciluengos, su pueblo natal, eran el único refugio para aferrarse a la cordura.
Levanta la vista y se gira para mirar a los guardias. Un vaso de agua, unas palabras, cualquier cosa mejor que el escrutinio de las muchachas, el silencio de las tablas del solado o la niebla de unos recuerdos que sangran.
Virgencita de los desamparados, que termine ya, que acabe el garrote con este horror. No quiere revivir de nuevo el día que, convencido de su docilidad, el marqués de Rosamora se dejó atar a los barrotes del camastro con ropas de seda, convencido de haber hallado un filón de gozo diferente. Se dejó hacer. Cada corte, el pago por una vejación; cada golpe, justa retribución por cada risa humillante.
Margarita, asesina confesa con alevosía y ensañamiento, mueve por fin las manos. Las desliza por un vientre que creía yermo. Quiera el buen Dios que nadie se percate, que el verdugo sea diestro y se lleve así con ella, el último recuerdo del marqués de Rosamora.
La furia de Alarico
A Teo le gustaba el colegio a pesar de los deberes, del rechinar de tiza contra el encerado, del olor a humanidad de los pupitres y, sobre todo, de los recurrentes castigos corporales con los que Don Santiago se empeñaba a diario en corregir hasta lo incorregible.
—La lista de los reyes godos —preguntó el maestro alzando sus espesas cejas por encima de las gafas. Sigue leyendo
Yo te veo y tú me oyes
Cuando el oftalmólogo le retiró la venda, no se había atrevido a abrir los ojos en un primer momento; eran demasiadas las decepciones. Solo al sentir el peso de una mano sobre el hombro, en una silenciosa oferta de ánimo pudo alzar los párpados. Sus párpados dieron lugar al abrirse al familiar resplandor y los cerró de golpe con furia, negando su desesperación. La operación, su última oportunidad, no había surtido efecto y le llevó más de una semana recuperar su rutina de inválido. Por eso le sorprendió tanto aquella llamada del INEM. ¿Una oferta de empleo pese a su ya perpetua incapacidad? De día estaba ciego por completo debido al exceso de luz y solo de noche podía soportar la claridad de la luna con unas gafas casi opacas. Sigue leyendo
El paraíso perdido
Sem entró en la sala con el aguijón del frío de las losas en sus pies descalzos. La luz intensa, molesta en sus ojos habituados a la penumbra, le obligó a mantener la mirada baja. Sobre el estrado ante él, se materializó un avatar del Interventor Supremo, la inteligencia artificial alojada en el superordenador que todo lo gobernaba y a cuyos ojos cibernéticos nada podía esconderse. Sigue leyendo