Ænima

cometa

Esperanza desea pasear descalza por la playa y robar sonrisas a los chicos a su paso. Anhela un bocadillo de salami al sol, volar con su cometa o correr los cien metros lisos. Codicia eso y más, todo lo que el dinero de su padre no le puede conseguir. Hasta el último minuto aguardará esa llamada que le diga que, por fin, hay un donante que le salve la vida.

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El páramo

polvo-desierto

Cuando el enésimo charlatán me ofertó la desaparición de las visiones horribles en mis sueños, de todas y cada una de mis imágenes oníricas en realidad, no intuí que mi destino era caminar dormido por una llanura baldía con el polvo que levantan los pies como único acompañante. Ahora busco, en el silencio y la grisura, un vendedor de quimeras que me devuelva las pesadillas.

Ludopatía

A Celso Páramo no le gustaba perder ni a la grija. Cuando su esposa apareció el sábado por la noche en el dormitorio con un camisón vaporoso y su sonrisa más traviesa, tuvo un mal fario como de carreras de galgos. Ella puso una rodilla en la cama en la que él, todavía con las gafas y el pijama, releía los resultados del baloncesto. La mujer se llevó las manos cerradas a la boca y sopló sobre ellas, antes de lanzar unos dados que rodaron sobre la mesilla con un tintineo traidor. «Son unos dados eróticos», dijo y Celso Páramo, dejando el periódico a un lado con un suspiro, supo que ese encuentro acabaría en derrota.


El sueño de sus sueños

Por una vez, Sarah no tendría que enfrentarse a la decisión rutinaria entre cereales y somníferos o cereales y vino blanco. Stacey le había conseguido una plaza en un programa experimental: el proyecto Nyx. Si la documentación que le entregaron en la farmacéutica era correcta, una sola de esas pastillas la dejaría frita, con el efecto añadido de poder elegir lo que iba a soñar. ¿Sería aquel el final de sus espantosas pesadillas? Deseaba creerlo con todas sus fuerzas, pero el terror estaba tan incrustado en sus entrañas que le costaba aceptar que hubiera una solución al penoso estado en el que se hallaba sumida.

El viaje en tren lo pasó pensando cuál sería su opción. Lo primero que le vino a la mente fue un viaje por mares paradisíacos a bordo de un velero. Si no podía llevarlo a cabo en la vida real, debido a su facilidad de marearse hasta en los ascensores, aquella era una buena elección. Además, disponía de píldoras para treinta días. En el caso de que la utopía funcionase, tendría un amplio abanico de aventuras para correr. Aventuras… ¿Por qué no añadir un poco de sal a su primera experiencia? Un capitán moreno de hombros torneados aferrado al timón no le haría daño. Fuera el efecto placebo o no, cenó en paz por primera vez en mucho tiempo y se acostó sin el pánico habitual. El prospecto recomendaba que cuando empezara a dormirse visualizara las imágenes más vividas de las escenas con las que deseaba soñar. Los componentes químicos, inocuos por supuesto, y los nanobots en el torrente sanguíneo directo a las sinapsis mentales harían el resto.

Despertó y tuvo que agitar el despertador como una coctelera para comprobar que habían transcurrido… ¡diez horas! Era increíble, tenía la sensación de que apenas acababa de cerrar los ojos. Se puso en pie, se estiró y recordó cada momento de lo que acababa de vivir. Y disfrutar… Conforme las sensaciones volvían a ella, envueltas en los cinco sentidos, el cosquilleo del placer se apoderaba de todo su cuerpo. No solo estaba en forma y descansada por completo, sino que estaba excitada hasta el punto de necesitar una ducha serena para tranquilizarse. Ese Nyx era la bomba, ya estaba deseando que llegara la noche de nuevo. Volvió a su puesto de trabajo, aunque no le esperaban debido a la baja laboral que arrastraba por el insomnio galopante. Una vez más, fue ella misma.

Y en su cama soñó. Y soñó que estaba soñando y en sus sueños, a veces, despertaba. Dejó el trabajo al poco de regresar. Se limitaba a pedir nuevas cajas de pastillas y vivir de la subvención de la empresa que fabricaba el Nyx. Se prestó como voluntaria a cuantos ensayos clínicos se propusieron, a pesar de ser advertida constantemente de los riesgos cada vez mayores.

Seis meses más tarde, la farmacéutica cerró el proyecto y quebró. Los sesenta sujetos presentaban una narcolepsia crónica y un nulo deseo de seguir con sus vidas fuera del mundo onírico en el que sus mentes habían quedado ancladas. Sarah, encerrada en una habitación de paredes mullidas, solo era capaz de balbucear: «quiero otro Nyx».

Date un gustazo

Le hubiera gustado disfrutar de su don cuando era joven, pero no fue hasta la senectud que descubrió que podía introducirse en las escenas de las fotografías. A través de sus álbumes revivió paseos junto a sus padres y su hermana, viajó a lugares maravillosos y visitó de nuevo a las amantes que creía perdidas. Volvió a sonreír. Todo ayudaba a mitigar los achaques y, sobre todo, la soledad de su vejez.

Disfrutó cuanto le fue posible hasta aquel día en que se le antojó el helado de melocotón de la feria de Primavera de 1934, un delicioso y letal shock anafiláctico.

La ruta más larga

Cayó al suelo entre sonido de cristales y salpicaduras de su propia sangre. Espantadas por completo las risas y la diversión en la feria ambulante, se formó un círculo de curiosos en torno a él. El joven macilento, tendido de bruces a la salida del laberinto de espejos, solo acertó a balbucear que habían sido diez años de pesadilla en busca del puesto de algodón de azúcar.

Feng Shui


Isaac se apartó con espanto de la mesa en la que que había colocado las figuras del nacimiento. Alguien las había desbaratado. Los pastores estaban despatarrados de cualquier manera, los calderos volcados, las mujeres huían despavoridas del manantial. Ni rastro de animales, domésticos o salvajes. Las patrullas romanas se acuartelaban en el palacio del gobernador.
Se dio la vuelta y salió de su casa, necesitaba aire fresco. Sin embargo, en el exterior la gente yacía desperdigada en las calles desiertas. El silencio se había adueñado de la ciudad.
Con sus dedos gordezuelos, David volvió a jugar con la figurita de Isaac en el belén que su madre había colocado con primor.

Sé que no me miras a los ojos


No les importó el estrépito que armaban ni que aquel cuarto de baño no fuera de los más limpios. Se necesitaban pese a que se acababan de conocer. Ella lo había visto cuando, con un bufido, se giró para contemplar el río de gente que se impacientaba tanto por delante como por detrás. Él le miraba el trasero y no apartó la vista cuando ella se lo reprochó con un gruñido. El enfado, dos horas después, se tornó simpatía mientras el calor les subía por la entrepierna. Ignoraron lo que les rodeaba y acabaron gimiendo en el aseo.

Cuando retornaron a la fila del paro, tuvieron que empezarla desde cero, pero daba igual. Ya eran dos contra el mundo.