
Nunca escribía una carta a los Reyes Magos. ¿Para qué? Entre cocina, planchas y fregona no cabían sueños ni ilusiones. Y por la noche, elegante y fresca para atender a los invitados, todos ellos distinguidos caballeros afectos al régimen.Aquel seis de enero, se levantó tarde. Se asustó, estaba sola en la cama fría. Se puso el camisón y bajó la escalinata. Todo estaba en silencio. Llegó al gran salón y un latigazo nervioso recorrió su columna.Junto al belén, ricamente adornado, estaba el zapato de Ernesto. En su interior, la caja del carísmo reloj de pulsera con su garantía vitalicia. Aún sentados a la mesa, sus amigos frente a sus respectivas copas, despatarrados en posturas imposibles. Y Ernesto, que presidía, cómo no, tenía la cabeza hundida en la sopera de plata.No pensó en la mejor manera de limpiar toda aquella sangre. Ni se le pasó por la cabeza alertar a las autoridades, todas las del pueblo estaban de cuerpo presente. Ya no estaba nerviosa. Se quitó el salto de cama y bailó alrededor de la mesa, símbolo de su esclavitud. La sensación de irrealidad se acentuó con un bramido que provenía de los jardines. Tuvo tiempo de alcanzar la ventana. Un dromedario, engalanado de sedas de colores. Sentada sobre la joroba, tratando de encontrar una postura adecuada, una figura de ropas exóticas enfundaba una pistola de esas con silenciador y la miró al percatarse de su presencia en la ventana. La amazona sonrió bajo el turbante y le hizo un gesto para que se le uniera. Puede que sí, que sin necesidad de escribir una carta, existiera la magia para ella.
La acuarela es, como viene siendo habitual, de Mario García.
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