
«Me he quedado ciego… o algo peor: estoy palmera». Su cuerpo flotaba en una nada oscilante en medio de la oscuridad. Por fin el resto del cuerpo respondió; podía moverse. Rodó sobre sí mismo hasta perder la sensación ingrávida.
El batacazo terminó por despertarlo del todo. No había perdido la visión. La habitación estaba a oscuras y la claraboya cerrada a cal y canto. Se había caído de la cama de agua. La resaca palpitaba en la lengua y las sienes. Carajo… Buscó a tientas el mando a distancia y, después de encontrarlo, el botón adecuado. La rendija de sol se ensanchó conforme el mecanismo resucitaba el día.
«Tengo que cambiar de vida».
Bajó a la cocina y le recibió una nevera tan famélica como él. Vio en el reloj que era media tarde, que podía llamar y pedir algo. Tecleó varios números, pero eran los de Richar. Hubo de marcar tres veces hasta que le contestó con voz cansina:
—No llevas ni un día en casa, Pablo. Haz el favor de relajarte. Tómate unas vacaciones merecidas. Ya te encontraré algo…
—¿Relajarme? —contestó Pablo con una irritación involuntaria—. Ni siquiera tengo de comer en casa.
—No puedes permitirte un mayordomo. Además, nadie querría trabajar en un pueblo tan alejado de la capital. Ciluengos… no puedo ni encontrarlo en Google. Vende la casa, ven a la ciudad.
Pablo colgó. Tenía razón, como siempre, pero le jodía aceptarlo.
El taxi le dejó en la Gran Vía, después de tarificar un pastón por casi dos horas de viaje por carreteras de montaña. Miró la avenida en su apogeo, las luces del sábado noche le ofrecían un sinfín de garitos en los que ponerse al acecho. Se ligaría una pibita. Cena cara, hotel y al huerto. Necesitaba saber que todo seguía en orden en su vida. A la mierda con los auditorios a medio llenar si podía seguir deslumbrando a las muchachas.
Gavilán se preparó para la caza.
Seguía en ayunas —ya se desquitaría en el restaurante— y se lanzó sin recato al platillo de frutos secos de la barra mientras pedía el bourbon de rigor. Tocaba esperar. Nunca fallaba: mira, es Pablo Gavilán, se acercarían con timidez, preguntarían si era él. Claro que era él…, ¿quién sino? Pagaría unas copas y haría su elección de la noche. El Cosmos seguiría girando o lo que quiera que hiciese el Universo.
Tres tragos más tarde, el camarero rellenó los cacahuetes. Algo no iba bien. El local estaba abarrotado, grupos de chicas que sostenían bebidas fosforescentes al ritmo de aquella música insufrible. Ni una aproximación. Era un pub nuevo, tal vez no era la elección adecuada. «Es un antro de lesbianas, seguro. Fíjate, si casi no hay tíos…». Dejó uno de cincuenta sobre la barra y buscó un nuevo territorio de caza.
El Gavilán, nada de Pablo cuando estaba en acción, se acomodó en los bares de siempre. Pedía las copas con agua y mucho hielo, necesitaba seguir la conversación cuando surgiera la oportunidad, si quería dormir acompañado esa noche. Gravitó por las pistas de baile con un movimiento indiferente de los tejanos. No le había fallado hasta ahora, ni siquiera en el extranjero, donde era un rostro más de la constelación.
Abatido, se posó al extremo de una barra en el último garito, entre las sombras. El cazador necesitaba lamer sus heridas. Tenía que volver a componer, destapar el teclado y recuperar su toque. Una sola balada más que le devolviera a las listas. Nada de recopilaciones ni dúos con jóvenes emergentes. Pablo Gavilán en esencia pura. Tal vez un apartamento con espacio para el piano. Llamaría a Richar por la mañana y pondría el caserón en venta. Los millonarios caprichosos pujarían por la finca de Pablo Gavilán en su pueblo natal.
—¿Una noche difícil?
Casi se cae del asiento. No esperaba nada ya. Agitó la melena en un gesto estudiado y giró la cabeza. No era una cría. Pablo tuvo que admitir que rondaría su propia edad. ¿La presidenta de su club de fans? El Gavilán no se conformaba con los restos y, por la hora, ella debía ser una perdedora.
—Perdona, estaba concentrado en una melodía nueva —El de Pablo era instinto nato de cazador.
—Te dejo trabajar en paz —Ella frunció los labios y se levantó para irse. Había captado el mensaje.
Algo en aquel gesto despertó la curiosidad de Pablo. Se puso de pie y señaló teatralmente el asiento libre, en mudo ofrecimiento de tregua.
—Te invito a un trago, preciosa. De todos modos, no acababa de gustarme cómo sonaba. Puedo hacerlo mejor.
La mujer se mordió el labio, como si no se decidiera a darle una oportunidad. Finalmente, se sentó con precaución y una mirada que incomodó al Gavilán. No era una jovenzuela y Pablo no estaba habituado a las nuevas reglas del juego.
—Me llamo…
—Sé quién eres… Gavilán. Tomaré uno de esos —dijo señalando el bourbon—. Puedes llamarme Nati.
Por todos los santos. Qué nombre más poco sexy. Todo aquello era un error. Ya había decidido vender la casa y volver a componer, no necesitaba perder el tiempo con una madurita de vestido corto en busca de alivio a un divorcio duro. Pagaría el trago y…
—Natalia… No tienes ni zorra idea de quién soy, ¿verdad? —Había seducción en la forma en que sujetaba el vaso, sin decidirse a beber.
Pablo comenzó a inquietarse. Un fantasma del pasado que buscaba venganza. Tal vez una virginidad perdida o un bebé no deseado… Por primera vez en su vida, se dio cuenta de que por las jovencitas que había conocido también pasaban los años, de que el Universo giraba para todos. Ella sonrió al ver su cara. No era para menos, estaba realmente acojonado. Sin embargo, había algo en aquella media sonrisa de superioridad que le tranquilizaba.
—Verdad o Consecuencia. Yo escogí por ti y aún… te debo un beso.