Le esperaban dos horas antes. El personal de turno en el hotel llevaba tanta tensión encima que cualquier ruido los sobresaltaba. Cuando finalmente apareció en la entrada, cercana la medianoche, estaban cansados. Tanto les daba que fuera Gavilán o el Papa de Roma.
Se quedó plantado delante de la puerta giratoria, con la funda de la guitarra a la espalda y una bolsa de viaje que tenía más kilómetros que él. Con un giro estudiado de cabeza recolocó su tupida melena y regaló una espléndida sonrisa al personal. Un gesto del encargado puso en movimiento a la tropa. El recepcionista indicó al músico que se acercara para proceder al registro, el botones hizo amago de coger el equipaje —a lo que Pablo Gavilán se negó en redondo, rallando en la grosería— y el camarero retomó su tarea de limpiar vasos con profesionalidad.
Torció el morro en el mostrador. Le reventaba que tipos insignificantes, como aquel que le atendía, le pidieran el pasaporte. ¿Acaso no estaba claro quién era?
—Necesito su documentación, señor…, err… Gavilán.
—Tengo hecha la reserva, hable con mi agente —contestó cada vez más irritado.
—Lo entiendo, señor. Tengo el mensaje en la carpeta, pero necesito los datos personales para el fichero policial.
La mención a la autoridad terminó de rematar la faena.
—Búscate la vida, chaval. Dame la llave de una vez, estoy cansado. —Enarcó una ceja. Siempre había pensado que le daba un aire distinguido—. Ah, que me suban una botella de Johnny Walker. Etiqueta verde, por supuesto.
El recepcionista pidió auxilio con la mirada, pero solo recibió reproche de los ojos del encargado. ¿Es que no veía con quién estaba tratando…?
Aferrado a la bolsa de viaje, Pablo Gavilán entró en la habitación. Anodina, cómoda en sus colores pastel. Había visto decenas de ellas. Lejos quedaban los tiempos de suites y las fiestas que duraban toda la noche. Cuando estuvo seguro de que no había nadie más en la habitación, puso el cartel de «No molestar» y fue al baño. Una meada histórica. Primero el tráfico y después el estúpido recepcionista. Casi se lo hace encima. Contempló fastidiado el rostro del espejo mientras se lavaba las manos. Ya no era el hombre por el que había suspirado una generación de jovencitas, su nombre chillado con histeria cuando aparecía en escena entre redobles de batería. La jodida melena empezaba a clarear por la coronilla y el tabaco estaba dejando surcos oscuros bajo los otrora seductores ojos azules.
—Gavilán… —escupió al cristal y lo emborronó con la mano.
Salió del aseo con el único alivio de su vejiga. Las Ventas, el Palau, el Bilbao Arena… Nunca había ido tan pronto al hotel durante una gira. Mala señal. Necesitaba un trago. Tirado en la cama en calzoncillos, descolgó el teléfono intentando deducir si tenía que marcar el cero o el nueve. ¿Por qué no se ponían de acuerdo las centralitas?
Una voz al otro lado del auricular buscaba fuerza en las palabras cuando contestó:
—Recepción, buenas noches, en qué puedo ayudarle…
A pesar de ser una fórmula repetida, había duda en la entonación. «¿Servirme?», pensó Gavilán. «Como si pudieras».
—Creo haber pedido un etiqueta verde cuando llegué —dijo Gavilán sin ocultar su enfado, despacio, como si fuera la única forma de que su interlocutor pudiera entenderlo.
—No me dejó explicárselo, señor. El servicio de habitaciones finaliza a las once. De hecho, el bar debería estar cerrado, aunque hoy lo tenemos disponible si lo desea —había esperanza en esa última afirmación, la de eludir más broncas por ese turno.
Gavilán no se molestó en contestar. Hoteles de tres estrellas… Hablaría con su representante, vaya que sí. Se iba a enterar. A la mierda con él. Necesitaba un trago, de modo que empezó por su orgullo. Volvió a enfundarse en esos tejanos pitillo que cada vez eran más difíciles de vestir. Bajó al bar.
El camarero le recibió con una sonrisa de pocos amigos. A Gavilán le daba igual si aquel tipo, bajito y con el pelo a lo Alfredo Landa, tenía que estar ya en su casa descansando. Se acodó en la barra con su característico movimiento de pierna sobre el taburete y se atusó de nuevo la melena. Le estaba diciendo: «Tú estás ahí porque yo estoy aquí».
—Un etiqueta verde. Doble. Sin hielo —repitió la letanía de siempre. A Gavilán no le gustaba demasiado esa marca, prefería el bourbon, pero desde siempre había tenido claro que había que marcar estilo. Tener una bebida propia vendía discos. No iba a ser menos que ese ficticio de James Bond.
—Lo siento, señor Gavilán. No tenemos esa marca, aunque puedo ofrecerle…
Un palmetazo sobre la barra resonó por todo el vestíbulo. Desde el espejo, tras las botellas, vio con satisfacción cómo el recepcionista había saltado en su asiento mientras se afanaba tras el ordenador. Eso, al menos, le complació.
—Pon lo que sea, pero del bueno. Ah, ya sé. Me apetece probar algo nuevo… Un bourbon.
Ya estaba de mejor humor.
Bueno, bueno, bueno… Así que este es el famoso Pablo Gavilán…. Pues me cae como el culo así de entrada.
Pero imagino que ése era el objetivo. Y está más que cumplido. Buen trabajo. Ahora ya a esperar las siguientes entregas. Un saludo!
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Dale tiempo, igual te sorprende en los siguientes.
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¡Me ha gustado! Me ha hecho recordar un tiempo en el que bebía bourbon, por cierto, creo que la bebida tiene una conexión etimológica con los borbones.
Un abrazo
Olvido
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Anda, se me va a amargar el Jack Daniels… Jajajaja
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