Yo te veo y tú me oyes

Cementerios 004

Cuando el oftalmólogo le retiró la venda, no se había atrevido a abrir los ojos en un primer momento; eran demasiadas las decepciones. Solo al sentir el peso de una mano sobre el hombro, en una silenciosa oferta de ánimo pudo alzar los párpados. Sus párpados dieron lugar al abrirse al familiar resplandor y los cerró de golpe con furia, negando su desesperación. La operación, su última oportunidad, no había surtido efecto y le llevó más de una semana recuperar su rutina de inválido. Por eso le sorprendió tanto aquella llamada del INEM. ¿Una oferta de empleo pese a su ya perpetua incapacidad? De día estaba ciego por completo debido al exceso de luz y solo de noche podía soportar la claridad de la luna con unas gafas casi opacas.

Fue una entrevista breve. El doctor que le había operado utilizó sus contactos para recomendarle para un puesto de sereno en Ciluengos, un pueblo perdido en la sierra, donde todos se conocían y él era tan solo un forastero que llevaba gafas negras de noche y se apartaba de las farolas. Para León, en cambio, se convirtió en una alternativa ideal: trabajar, sentirse útil y ganar un salario en lugar del subsidio de invalidez le llenaba de vida por primera vez. Al caer la noche, salía de casa con su uniforme para hacer la ronda. En Ciluengos nunca ocurría nada, pero León sería un profesional responsable del bienestar de aquellos convecinos con los que apenas se relacionaba, pero que se ocupaban de que su despensa estuviera llena a diario. Aquella noche intuyó que algo no iba bien. A horas intempestivas se había cruzado con varios de los menos trasnochadores. Cuando se cruzó con la señora Gloria, camino del camposanto a las cuatro de la madrugada, con los ojos vidriosos y murmurando incoherencias, se ajustó el cinto y la siguió hacia el cementerio.

Entre las tumbas no reinaba la habitual quietud de la luna menguante. Frente al mausoleo de los Ferrandiz, todos los habitantes de Ciluengos se encontraban de pie y con los ojos nublados en dirección a un ser oscuro que dominaba la escena apoyado sobre unas patas ganchudas. A los pies de todos ellos, las ropas de las que se habían despojado estaban tiradas de cualquier manera, como si se preparasen para una última cena en la que ellos eran el plato principal. León se santiguó en un reflejo ancestral, aunque el ente no tenía nada de diabólico, cubierto con una armadura repleta de luces y dispositivos. Fue entonces cuando reparó en su existencia y sus ojos destellaron con decepción ante la rebeldía de León, que no parecía acatar la hipnosis colectiva. El monstruo se plantó frente a él de un solo salto y pegó su rostro al suyo, impregnándolo con un aliento de fetidez inimaginable. Se sostuvieron las miradas entre la impasibilidad de los vecinos. El ser rugió con furia y trató de arrebatarle las gafas con un ataque fulgurante, pero León se echó atrás a tiempo de evitarlo y sacar la porra a modo de defensa, aunque pronto se dio cuenta de que no le serviría de mucho contra ese oponente. Una rabia sorda creció en su interior. Toda una paradoja que la sociedad lo rechazara por su rareza y ahora tuviera que disputar su puesto en ella con un ser salido quién sabía de dónde y que de un manotazo lo dejó desarmado. Echó la mano al cinto, en busca de algo con lo que hacerle frente. Sus dedos abrieron el bolsillo en el que guardaba el silbato. Estuvo a punto de tirarlo pero, como llevado por una intuición, se lo llevó a los labios y sopló con todas sus fuerzas. El ser se llevó las garras a ambos lados de la cabeza y abrió mucho la boca aunque León no escuchó ningún sonido. Era su oportunidad. Siguió soplando con todas sus fuerzas hasta que el monstruo desapareció en la negrura. En ese momento, los vecinos salieron de su estupor. Se miraron unos a otros y se dispersaron a toda velocidad, tapándose con las manos las partes pudendas.

El suceso se convirtió en tema tabú en Ciluengos. Solo León sabía lo ocurrido y por nada del mundo se arriesgaría a hacer nada por lo que pudiera ser despedido. Tenía que seguir su vigilia, a la espera del regreso del ser de otro mundo.

Imagen: http://www.cementeriosasturianos.com/

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2 comentarios en “Yo te veo y tú me oyes

    • Era una apuesta arriesgada. Como siempre me recalca Ana Belén Alonso, mi profesora de escritura en el Taller Alfa de Bilbao, al lector hay que situarlo desde el principio. Me salté un poco la norma, a sabiendas de que a alguien le podría resultar un poco frustrante encontrarse con un desarrollo no especificado al comienzo. Me alegro de que te dejaras llevar por la magia nocturna de Ciluengos, un pueblo en el que cualquier cosa es posible.
      Un beso.

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